martes, 31 de enero de 2012

Tra... tra... tra, tra, tra ¡baila mi ritmo!

Aquí que va uno, en pleno fín de semana, después de terminar hasta arriba del trabajo (por no decir hasta los huevos, que esto lo pueden leer niños y eso), a esperar el metro, bonito, bonito metro, que le lleve a su casa a morirse un poco entre jornada laboral y jornada laboral.
Entre la hora y el día que eran solo estábamos en la estación, esperando el metro, yo y un chaval gordísimo. Pero gordísimo. De esos que uno se lleva por ahí a ligar porque así es uno el guapo y tiene más posibilidades. Y mira que yo no soy precisamente un palillo ni mucho menos (es que tengo los pectorales caidos), pero es que en los pantalones de ese hombre me podía hacer un duplex de seiscientos metros cuadrados con jacuzzi y todo.
Pero bueno, la cosa es que, para no desentonar con la fauna habitual del metro, el buen chaval llevaba puestos en sus orejitas los reglamentarios cascos para escuchar musiquilla con el móvil. No tengo ni idea de lo que estaría escuchando porque, ¡oh, sorpresas de la vida!, lo tenía a un volumen normal, no como esa gente, solidaria como ninguna, que lleva en móviles y radios de coche la música a todo trapo para que, si alguien no puede disfrutar de esos lujos, pueda comprobar de primerísima mano su excelso gusto musical (generalmente basado en un repititivo chumba chumba y profundas letras tipo "te voy a poner mirando para La Meca").
Pero lo importante no era la música, sino que el buen hombre aquel, totalmente invadido por el ritmo, ni corto ni perezoso, se me pone a bailar en pleno andén de la estación.
Ya, diréis vosotros, el típico movimiento de cabeza o el seguir el ritmo dando golpecitos con un pie... ¡Pues no! ¡Una mierda para vosotros! ¡El tío se puso a bailar en plan rey de la pista! Como un Tony Manero cualquiera desplegó todo un repertorio de bamboleantes y no muy depurados pasos de baile mientras llegaba el metro.
Una vez en nuestro vagón pareció darse cuenta de su situación y, durante unos instantes, fue capaz de controlar sus impulsos ante el nutrido grupo de personas que nos apretujábamos a su alrededor pero, ¡ay! ¡El poder de la música es superior al autocontrol de cualquier mortal! ¡Y ahí estaba el tío, desplegando otra vez todo su (escaso) repertorio danzarín ante las divertidas miradas del resto de los pasajeros!
En su favor, he de reconocer que lo vivía extremadamente, tal y como indicaban sus ojos cerrados y su mordido labio inferior.
¡La leche!, pensé, ¡tiene que estar escuchando una música increíble! Era o eso, o que acababa de echar un polvo, porque si no no me explico de dónde salía tantísima felicidad.
No obstante, me alegro sinceramente por él. Tal vez, si bailáramos más y nos preocupáramos menos de lo que pensaran los demás, todos seríamos un poquito más felices.
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

jueves, 12 de enero de 2012

La cosa está fatal

Cuando me monté en el metro el otro dia, de vuelta a casa tras el trabajo, me fijé en algo que, tal vez, se podría considerar incluso triste o, al menos, desde luego no era la mejor forma de empezar el año.
Apenas me senté en mi vagón (¡Al fín! Porque hasta Reyes ha sido un auténtico infierno coger el metro, a cualquier hora y en cualquier sentido, por culpa de las oleadas y oleadas de gente cargadas hasta las trancas con bolsas varias. ¿Dónde coño está la crisis?) me fijé en una mujer de alrededor de sesenta años. Su aspecto era bastante normal: Pelo relativamente corto y bien teñido de color castaño rojizo, gafas negras, abrigo marrón clarito (lo que las mujeres llamáis caqui. Yo, como buen hombre, soy como un viejo ordenador Spectrum: solo veo dieciséis colores) y botas marrones con un poquito de cuña.
Pero no fue nada de eso lo que me llamó la atención. Fueron otras tres cosas. Primero, el sobre marrón tamaño folio (para ir a juego, supongo) que sostenía en la mano izquierda mientras pasaba el brazo alrededor de una de las barras de alumino para ayudarse a mantener el equilibrio. Después, el teléfono móvil, ni demasiado nuevo ni demasiado viejo (vamos, para hablar, que para eso mismo son los cacharrejos esos del infierno) que llevaba sujeto con la otra mano junto a su oreja (hablando con alguien, supongo). Pero lo que más, lo que más me llamó la atención fueron sus ojos claros y llorosos que vagaban perdidos, tras las gafas, creo yo que sin ser concientes de que estaban en el metro.
Como buen español (esto es, cotilla hasta la médula), y a falta de mejor distracción hasta llegar a mi parada (me había dejado los cascos del móvil en casa), traté de "meter la oreja" a ver si me enteraba de la causa de los ojos llorosos de la señora. Y sí que me enteré.
Por lo visto, el contenido del sobre marrón tamaño folio consistía en el finiquito que la buena mujer acababa de firmar porque no tuvo más cojones (u ovarios, más apropiado en este caso) justo antes de que, como regalo de Año Nuevo, fuera agraciada con un lugar en la más que extensa cola de parados de este país cada vez más tercermundista.
Según pude escuchar mientras ella hablaba por el móvil, ese suceso tan desagradable le había minado bastante la moral y era el causante del estado vidrioso de su mirada perdida (la cual, visto lo visto, iba a tardar bastante en encontrarse). La pobre mujer no tenía ni idea de qué iba a hacer con su vida (y muchísimo menos de qué iba a hacer para llegar a fín de mes).
Que era buena persona quedó bastante claro cuando le comentaba a su interlocutor (o interlocutora, no vaya a venir alguna Ministra y me chusque por el uso sexista del lenguaje) que no sabía cómo iba a decírselo a su hijo, el cual estaba estudiando una carrera sin beca (y menos becas que va a haber ahora) y que ahora a ver qué iba a poder hacer, con lo buen muchacho que era, porque si ella, que se había pegado trabajando en el mismo sitio siglo y medio, se veía ahora con una mano delante y otra detrás a sus años, su chaval iba a tener menos oportunidades que Carmen de Mairena en un combate a muerte contra Chuck Norris.
Y todo esto por no hablar de cómo iba a decírselo la mujer a su señor esposo, también en el paro desde hacía unos pocos meses por un bonito recorte de personal en su empresa. Así no era de extrañar que la pobre mujer estuviera como estaba (con todas las papeletas para meterse entre pecho y  espalda antidepresivos varios).
Total, que me bajé del metro sintiendo, de verdad, de verdad, a pesar de mi sabida psicopaticidad, bastante lástima por aquella señora. No obstante, lo peor fue cuando, ya subiendo las escaleras mecánicas hacia la calle, caí en la cuenta de que en el metro, como va bajo tierra, es absolutamente imposible que ningún teléfono móvil tenga cobertura.
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!