martes, 25 de octubre de 2011

Un taller como los de antes

Hoy mismo, aunque no me ha tocado trabajar, me he visto obligado a coger el metro por tener que dejar el coche en el taller, que ya le iba tocando una revisión más o menos a fondo, que no le metían mano desde que la Esteban escribió algo sin faltas de ortografía...
Bueno, como no tenía ni idea de dónde llevarlo, me puse en contacto con mi padre, que tiene amigos hasta en el infierno (como dice el refrán) y me recomendó uno situado cerca de su trabajo.
Y ahí iba yo en mi metro de vuelta a casa, contentísimo por haber dejado mi coche en un taller de los que ya no hay. Como los de antes.
Porque, según lo que iba pensando, ahora vas a un taller de esos modernos y no sabes si estás entrando en un sitio para que te arreglen el coche o en una clínica estética, con spa y todo. Entras por allí y está todo blanco y limpio, perfectamente ordenado. En las paredes, como mucho, algún póster elegante del último ferrari o, si el sitio tiene verdadera clase, del último Mercedes deportivo. Suele haber incluso una sala de espera, con sus sofás, con sus plantitas (habitualmente de plástico, que lo sé yo) y sus revistas (de coches, evidentemente, pero de unos coches que no me podré comprar aunque trabaje hasta los doscientos veintres años), que cuando le llaman a uno no sabe si decirle que tiene que cambiar un manguito o hacerse un implante de mamas.
Y además te atienden unos chavales más pequeños que tú, pulcros hasta imaginar que se levantan tres horas antes para hacerse la manicura, con cara de tener una Licenciatura en Ciencias Mecánicas y un Máster en Colocación Avanzada de Manguitos y otro de Bujología Aplicada a la Máquina de Conducción.
Pero, por fortuna, el taller al que he ido hoy no era así. En absoluto. Era como los de antes, como los que a mí me gustan. Un sitio pequeñajo, sucio y oscuro, tanto, que uno no sabe si va a que le areglen el coche o a comprar drogas. Y las paredes... ¡Como debe de ser! Almanaque descomunal (de 1987 por lo menos) con señora en pelota viva. Absolutamente gráfico, ¡nada de poses elegantes ni tonterías!, y primer plano revelador de lo que por estas tierras se da en nombrar como "gato acostao".
Y ahí que sale a recibirte el mecánico, tropezándose varias veces con todas las porquerías que tiene tiradas por enmedio: viejales gordísimo y medio calvo que lo más extenso que se ha leído en su vida es la alineación del Betis en el As (mejor el As que el Marca por la fotito diaria de la chavalita en la última página, hombre por Dios...). Sucio como si se hubiese arrastrado por un campo de entrenamiento iraquí durante horas, con una camiseta interior de tirantas que le marca el "musculado abdomen" y que, antes de darte una mano absolutamente asquerosa, se la limpia con un trapo (muchísimo más asqueroso aún) que lleva metido en los huevos (desde solo Dios sabe cuándo).
Es entonces cuando, independientemente de lo que tú le dices que quieres que le haga al coche, le abre el capó y desenrosca el tapón de la gasolina para inspeccionar y tal, mientras el tío apura (con dos cojones) un cigarrillo con tres dedos de ceniza consumida colgando justamente sobre la entrada del depósito. Y uno piensa: ¡Joder! ¡Que nos vamos a matar! Pero luego recapacita y se dice: ¡Pues sí señor! ¡Así es como hay que hacer las cosas! ¡Se ve que este tío sabe de esto!
Y es que, como he dicho, ya no hay talleres como los de antes. Una auténtica pena. Ahora lo que se lleva son clínicas estéticas para vehículos (como esta sociedad es cada vez más avanzada y mejor y todos nos queremos mucho, muac, muac...) ¡Ah! ¡Y el coche perfectísimo en solo un par de horas! Definitivamente ya tengo taller para cuando lo necesite. Es que yo soy muy tradicional.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

domingo, 16 de octubre de 2011

Señores pasajeros...

Ayer mismo me ocurrió algo novedoso desde que soy usuario habitual (casi diario) del metro. Iba yo con mi novia hacia el centro para dar un paseíto y gastarnos un dinero que no tenemos y tal cuando, nada más subir a nuestro metro y cerrarse la puertas, un mensaje empieza a sonar repetitivamente por los altavoces de los vagones. No soy capaz de poner en pie las palabras exactas, pero decía algo más o menos así:
"Señores pasajeros, por avería en la línea el servicio normalizado se ha ido a hacer puñetas, así y todo el metro se mueve y hemos cerrado las puertas, atrapándoles sin remisión en su interior (para angustia descomunal de claustrofóbicos varios). Nos estamos pensando además apagar todas las luces, básicamente por joder. Perdón por las molestias, que les vayan dando y muchas gracias."
Y ahí nos encontramos todos los señores viajeros, sin tener ni idea de lo que pasaba en la línea, pero un poco acojonadetes con el mensaje que sonaba una y otra vez (no se nos fuera a olvidar), mirándonos las caras unos a otros con esas expresiones tan típicas de "no pasa nada. Esto me lo como yo con patatas. Total, no tengo nada que hacer hasta que empiece el Betis esta tarde..."
El metro seguía su camino, sin embargo, con bastante normalidad, así que todos (al menos yo), nos pusimos a elucubrar sobre qué leches podría ser lo que ocurría.
Mi primera opción fue pensar que una guerrilla paramilitar bien organizada de albano-kosovares habían tomado el metro con el objetivo de tomarnos a todos como rehenes para exigir la liberación inmediata de Don Pimpón o de otro gerifante peludo de esos que son muy malos y muy peludos pero que siempre están en la cárcel (por eso mismo necesitan que se los libere inmediatamente. Que digo yo que ya puestos, que se busquen otros líderes un poco más espabilados que no se dejen coger). Pero descarté esa opción cuando se me ocurrió que qué leches nos iban a valorar a nosotros las autoridades competentes como objetos de intercambios. Además, con la de años de retraso que han acumulado las obras del metro, sería una putada excesiva que ahora vengan y nos lo rompan. Seguro que eso lo tendría en cuenta una guerrilla militar de albano-kosovares, que en el fondo son buena gente y tal, pero es que la cosa está muy mala.
Así que tuve que pensar en otra cosa, y ahí fue cuando se me ocurrió que Antoñito, empleado del metro y encargado del panel central desde el primer día, al fín había reunido el valor suficiente para decirle a Mari Puri, su compañera del alma, con la que trabaja codo con codo desde el primer día, todo lo que le dictaban sus verdaderos sentimientos hacia ella y ésta, embargada de amor, emoción y guarreo del bueno (como dijo muy acertadamente Woody Allen, el sexo solo es sucio cuando se hace bien), se avalanzó sobre Antoñito para hacerle el amor salvajemente. Y en esas estaban cuando Antoñito, perdida ya toda compostura y tras una rápida bajada de bragas a Mari Puri, la agarra fuertemente por los cachetes y, levantándola, la planta encima del panel central a lo Rocco Sifredi, pero con la mala suerte de que el trasero celulítico y un poco caido de Mari Puri va a presionar exactamente el botoncito que hace que resuene un mensaje pelín preocupante por los altavoces de los metros varios. Si fue este el motivo, de verdad, me parece perfecto.
No obstante, como caí después en la cuenta, lo más probable es que alguno de los metros se hubiese quedado tirado (otra vez, y ya van una barbaridad de montón de veces) en algún punto de la vía y el paso estuviera bloqueado. Pero bueno, al menos nuestro metro llegó sin incidencias (no más que el mensajito de los cojones una y otra vez lo que, ya lo contaré otro día; o si no pregunten a mi hermano; me recordó inevitablemente a Quesos Vega e Hijos) a la parada del centro.
En fín, que creo que no hubiera estado mal lo de los albano-kosovares o lo de Antoñito y Mari Puri (sobre todo esto, porque el guarreo es guarreo, y no está la cosa como para no aprovechar las oportunidades). Al menos así se podría haber enmascarado un poco la incompetencia general (y habitual) del metro y, ¿por qué no?, cambiar un poco la rutina diaria de unos pasajeros demasiado acostumbrado a que les den por el culo como siempre, sin que se innove ni siquiera un poquito.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

jueves, 13 de octubre de 2011

Los borrachos y los niños nunca mienten

Ayer mismo, cuando me monté en el metro de vuelta a casa tras el trabajo (sí, también trabajo los días de fiesta, ¡qué trabajo más perro el mío!), me topé con una bebita regordeta y sonrosada que, sentada en su carro, junto a su mamá, se esforzaba por dar vueltas a un osito que estaba sujeto al interior de un aro, a la par de largaba feroces succiones a su chupete, rosado también (¡faltaría más!), como si de un buen Montecristo se tratara.
Sus ojos azules miraban con odio sincero al osito de los cojones ya que, cuando era la madre la que le daba al bicho, el osito giraba y giraba en el interior de su círculo (supongo que porque la antigüedad es un grado...), mientras que cuando ella, aunando todas sus fuerzas, lograba darle un buen mamporro, que seguro que tenía bien merecido, el muy cabrón a penas se movía un poquito.
Ahí la dejé a ella, muy ocupada en sus elucubraciones, para fijarme, solo unos pocos asientos más hacia allá, en una linda y tierna parejita de quinceañeros que, claramente, estaba en esa edad ("momento choco", que diría mi concuñado) en la que, con el objetivo de reafirmar su recién estrenada personalidad, se visten, peinan y maquillan lo más horriblemente posible.
Entonces me fijé en las miradas cómplices y traviesas que intercambiaban, luchando denodadamente, sin conseguirlo, por ahogar unas risitas enlatadas y chirriantes que se esforzaban en revelar algún oscuro secreto compartido. En aquél momento me fijé en el revelador brillo de sus ojos. Como buen camionero que cubre la ruta de Alabama a Winconsin que soy, supe desde el primer instante que ese brillo ocular no respondía a la explosión hormonal propia de esa edad, ni al amor verdadero que a buen seguro se profesaban el uno al otro. ¡Qué va! ¡A mí no podían dármela con mi extensa (e intensa) experiencia acumulada a lo largo de años y años de lagunas de memoria! Ese brillo era, sin duda, producto del alcohol.
Y... ¡Efectivamente! Medio escondidos entre sus manos portaban, cada uno de ellos, sendos botellines de la Cruz del Campo a medio vaciar.
Tras superar la horrible y corroante envidia inicial, pude caer en la cuenta de lo duros, rebeldes y maduros que debían ser ambos para llevar a cabo un gesto de protesta, rayando la ilegalidad (por no decir zambulléndose placenteramente en ella), contra una sociedad que, por definición, amarga a los jóvenes, ahogándolos en un picado mar de falta de oportunidades reales de subsistencia. Sí, seguro que era eso, una acción protesta bien pensada, generada en una profunda reflexión de la realidad que les rodea y cargada de simbolismo. Aunque, en realidad, existía otra opción para explicar su gesto: Eran tontos. Tontos del culo.
Ahí estaba yo, inmerso gustosamente en mi debate mental, cuando un ruido devolvió mi atención a la bebita sonrosada del principio.
A los pies de su carrito, lanzado desde las alturas, el osito y el aro se habían ido a hacer puñetas. ¡Tiene futuro!, pensé. Como no había sido capaz de entender cómo funcinaba, se lo carga. Igualito, igualito que la inmensa mayoría de los líderes políticos y sociales de ésta nuestra comunidad. ¡Para Presidenta del Gobierno fijo!
En aquel momento se giró hacia mí y, dejándose caer en el carro, me miró con esos ojazos azules suyos y una expresión que decía claramente (creo que había sido capaz de leerme el pensamiento): ¡Sí! ¡Los de los botellines son tontos!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 11 de octubre de 2011

Asientos vacíos y dispositivos de invisibilidad

Creo que hay una cosa muy curiosa que cualquiera puede comprobar con facilidad cada vez que se sube en un metro. Bueno, en realidad hay dos cosas.
La primera son los sofisticados y aún solo de uso experimiental dispositivos de invisibilidad absotuta o, como son comúnmente conocidos por el gran público, poco cultivado en terminología aeroespacial de tan ultimísima generación, los auriculares para escuchar música en el móvil.
Ves ahí a la gente que entra, se sienta y se coloca sus auriculares y, al instante, se vuelven completamente invisible para con todo y para con todos los que hay a su alrededor.
Entonces es cuando yo me imagino que, a causa del fín del mundo, de la conjunción de los astros, del programa de Sánchez Dragó, o de la intolerable maldad de la especie humana, se abre un horrible vórtice desde el inframundo, conectando exactamente con la red de metro, y aparecen, más que dispuestos a acabar de una vez por todas con la humanidad, todas las legiones del Averno, compuestas por demonios y criaturas deformes y sanguinarias que van sembrando el caos y la destrucción a su paso... ¡Pero no pasa nada! Los de los cascos en las orejotas ni se inmutan, sabedores con tranquilidad de que su presencia no puede ser detectada ni por el mismísimo Dios, que baje de los cielos para invitarles a unas cañas. O, al menos, así se comportan desde el mismo instante en que se los ponen en sus pabellones auditivos (nota pedante de hoy...). Creo yo que, al menos, deberían preocuparse de que, debido al poder especial que esos circulitos acolchados les otorgan, deberían tener cuidado de que no fuera a ir alguien y sentárseles encima. ¡Pero no! ¡Son lístos los tíos (y tías)! Y son perfectamente conocedores (debe ser por el uso de tecnología tan avanzada) de la otra cosa curiosa en la que cualquiera puede fijarse cuando se sube a un metro. Yo lo llamo "El axioma de los asientos vacíos" y su formulación podría (y debería) ser más o menos así: "Siempre que existan tres asientos en el lateral de un vagón de metro y los dos de los extremos se encuentren ocupados por personas que no tienen la más mínima relación entre sí, el asiento del centro se encontrará siempre libre, tendiendo a ser ocupado, muy ocasionalmente, por otra persona que se sentirá inexplicablemente fatal por lo que acaba de hacer"
¡Pues sí! En los medios nos llenan la cabeza (y nos quitan las ganas de llenarnos los estómagos) con un montón de panfletadas sobre la unión social del tipo "apadrina a un negrito" (por que si el chaval que está superputeado es de aquí, que le den por el culo...) o "cuida el mundo que le vas a dejar a tus hijos" (si alguna ves tu pareja y tú tenéis la inmensa suerte de trabajar los dos y, tras hacer frente a una hipoteca, a un coche, a la luz, el agua, el gas, la gasolina, seguros varios...os quedan ganas (y sobre todo unos centimillos sueltos), más que de cortaros la venas, de traer un niño al mundo para dejaros los cuernos en darle una vida que sea un poquito mejor que la vuestra). Pues desde las altas esferas son cosas de este tipo las que quieren que hagamos. Y yo me pregunto: ¡Pero si no siquiera somos capaces de sentarnos unos junto a otros en el metro! ¿Cómo vamos a lograr ser una sociedad un poquito (solo un poquito, porque el esfuerzo cansa y tal) más humana? O a lo mejor es que ya lo estamos siendo, porque últimamente, el ser humano se está convirtiendo, a pasos agigantados, en un hijo de puta descomunal.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Aunque sea poca cosa, dedicado a una gata que, como yo, ya ha descubierto la de hijo de puta que hay suelto por ahí, sin correa ni nada. Seguro que ahora está comiendo del mejor caviar.    

lunes, 10 de octubre de 2011

De chicles y crepes

Iba yo el otro día montado en mi metro, volviendo del trabajo, cuando me fijé en algo que me resultó, cuanto menos, curioso. Vi un chicle pegado en el metro. Parecía reciente. Si me concentraba un momento hasta podía oler todavía el aroma a menta, o quizás fuera hierbabuena, nunca se me han dado muy bien los olores, supongo que a causa de mi largo historial de fumador a lo carretero de la ruta de San Morondongo de Abajo a Brutotes del Río.
Pero bueno, que lo que me llamó la atención no fue el chicle en sí mismo, sino el lugar en el que descansaba pacientemente tras soportar horas de mastiqueo incansable. El chicle estaba pegado en el techo del vagón. Mi primera idea fue que alguno de los hermanos Gasol se había estado dando una vuelta por los subterráneos de Sevilla porque, si no, no se me ocurría cómo había podido llegar hasta allí aquel chicle. Aunque unos segundos después se me pasó por la cabeza otra opción: tal vez la mona chita estuviera de gira en la ciudad y ofreciera demostraciones gratuítas para captar público para su espectáculo (como la cosa está tan mala...).
Pero en aquel momento recordé un imposible de la física que posibilitó que una masa informe (como un chicle, mismamente) llegara a un techo aún más alto que el del metro. Me explico:
Hace ya algunos años, mis padres permitieron que, al fín, mi novia y yo pasáramos unos tranquilos y románticos días de verano en la casa que tienen ellos en la Costa del Sol. Caía ya la tarde y, como estábamos en plena pretenporada futbolera, Canal Sur retransmitía un interesantísimo partido amistoso del Sevilla contra un equipo portugués de cuyo nombre no quiero acordarme (¡Toma ya! ¡Cultivado el chiquillo!). Era un amistoso típicos de esa fecha, de esos de trofeos para todos al terminar, en plan Copa Danone.
Mi queridísima novia, en un detalle de grandeza y cariño sin igual, me dijo que me sentara tranquilamente en el sofá a ver el partido y a degustar una cerveza bien fresquita. Ella se encargaría de hacer la cena: haría crepes. ¿Acaso hay algo menos nocivo, peligroso y beligerante que unos crepes? ¡Pues claro que no!, diréis. No podríais estar más equivocados.
Allá que corría el minuto veinte del partido sin que ninguno de los jugadores de ambos equipos diera una carrera aunque les fuera la vida en ello. Aunque a mí lo que me valía era el haberme escaqueado de la cocina. En aquél momento, densos nubarrones negros cubrieron el cielo de la playa mientras de la cocina salía, a un volumen atroz, un sonido agónico y metálico. Fue como si algún dios rencoroso hubiera rasgado el cuerpo de uno de los temidos Titanes de la mitología griega (¡y sigue el tío! ¡No se puede ser más pedante!). En mi profunda sabiduría, decidí hacerme el sueco y seguir disfrutando del aburridísimo partido. Sea lo que fuere que había pasado, no tenía nada que ver conmigo. Pero entonces, ¡oh, horrible destino!, una vocecilla suave, poco más que un susurro, emanó de la cocina con el objetivo de mis oidos y pronunció las palabras exactas: "Dani... No vengas..."
Al instante, me levanté del sofá y me asomé a la cocina. Para los seguidores de las diferentes teorías de la conspiración, he de confesar que las imágenes borrosas de Kabul durante la Guerra de Irak no son en realidad lo que desde las noticias nos estaban vendiendo. La verdad es que eran imágenes tomadas de la cocina de la casa veraniega de mis padres en el mismo momento en que se me ocurrió ir a echar un vistazo.
La masa de los crepes, mucho más numerosa y mejor organizada y entrenada que mi pobre novia, había decidido invadir la cocina. Y allí me planté yo, en mitad de la estancia, comprobando anonadado cómo la escurridiza masa se extendía por el suelo, paredes, electrodomésticos, muebles y, por supuesto, y muy especialmente, por el techo. Junto a mí, totalmente superada por un ataque tan violento como injustificado por parte de la cruel masa de crepes, mi queridísima novia me miraba con unos enormes ojos de dibujito manga, balbuceando una serie de justificantes que a mí me sonaban a rueda de prensa de entrenador derrotado: No hay rival pequeño... Cuando la pelotita no quiere entrar... La culpa fué del árbitro...
En fín, que me olvidé del fútbol y, arremangándome, me puse a limpiar mientras la mandé al cuarto, castigada por haber perdido la cocina sin presentar una resistencia más feroz.
Chicles y crepes...  Puede que un techo no sea el lugar más normal del mundo donde encontrarlos pero, os lo puedo jurar, a veces pasan cosas que los ponen precisamente ahí, igual que aquella vez, en la casa de vacaciones de mis padres, mi tensión llegó también hasta el techo.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

domingo, 9 de octubre de 2011

La carrera nocturna

Pues sí. Iba yo en mi metro hacia el trabajo como uno debe ir cuando le toca un turno de noche en un bonito y divertido sábado: Mochila a la espalda, hombros caídos, cabeza gacha y repasando mentalmente el centenar largo de cosas muchísimo más interesantes que lo que se extendía ante mí durante las próximas y larguísimas horas, y que podría estar haciendo en ese preciso momento o a lo largo de tan agradable noche (agradable para cualquier cosa excepto para ir a trabajar).
Entonces, justo cuando me subo al vagón, compruebo horrorizado cómo el metro ha sido invadido por una multitudinaria legión sana y sonriente (sobre todo sana, creo yo) de personas en calzonas, con zapatillas de deporte y dorsales fluorescentes cogidos con imperdibles a sus camisetas.
¡Ya está!, pensé, ¡por fín la gente se ha dado cuenta de cómo está este país nuestro y se largan de aquí corriendo! Y, por supuesto, en un país tan civilizado, moderno y europeo como España, uno no se puede ir corriendo de cualquier manera, echándose al monte sucios y zarrapastrosos como los maquis en los años oscuros de la Guerra Civil. ¡Nada de eso! Si aquí hay que salir huyendo, hay que hacerlo bien uniformados y con dorsales identificativos, no vaya a ser que luego nos vean por la tele nuestros congéneres europeos y digan eso de que "África empieza en los Pirineos" mientras menean sus cabezas en gesto desaprobatorio.
Pero no. Metiendo un poco la oreja en las conversaciones que me rodeaban, pude cerciorarme de que la gente todavía no se plantea la huída. Aquí siguen aguantando los tíos, como auténticos campeones.
El motivo del desfile de calzonas de equipos futboleros, deportivas especialmente diseñadas para miradas inquietas, camisetas viejas de propaganda que anunciaban negocios de electricidad, fontanería o bares familiares cuya especialidad es la simpatía (lo cual, por otra parte, nunca he entendido. Yo voy a un bar a comer y a beber. Si quiero que me cuenten chistes veo El Club de la Comedia), era en respuesta a una bonita iniciativa de nuestro Excelentísimo Ayuntamiento: La celebración de una carrera nocturna.
Y allí estaba yo, rodeado de muchachitas que, claramente por su aspecto, solo habían corrido en su vida para coger un buen sitio cerca del escenario en el último concierto del grupito de moda de chavalitos guapetones pero sensibles que cantan al amor con letras edulcoradas y romanticonas escritas por abueletes maduritos y desengañados de la vida que necesitan la pasta para llegar a fín de mes. También me encontré con algún que otro grupo de amiguetes, jóvenes todos ellos hasta la desesperación y que, a buen seguro, después de los primeros cincuenta metros de carrera tendrían que pararse a recuperar el aliento (¡hay que ver qué malo es el tabaco, sobre todo aliñado!) y, ya puestos, entrar en un bar a echar unas cervecitas.
No obstante, reconozco también que pude ver, apartando un poco la maleza, a uno o dos deportistas de verdad, con las zapatillas gastadas y el cuerpo fibroso de salir a correr a diario hasta que, por el sudor, sus camisetas se les pegan al cuerpo como si se trataran de una segunda piel. A esos sí. A esos sí les digo: ¡Ole tus cojones! (Sobre todo porque eso de salir a correr todos los días es un concepto que, aplicado a mí mismo, me hace rememorar documentales y artículos de prensa sobre los campos de concentración nazis). A los demás, pues no, pues mire. Me parece perfecto un plan sano en vez de irse por ahí a hacer botellona (¡Sí, he dicho "botellona"! ¡Lo de "botellón" es de Despeñaperros para arriba!) pero, la verdad, la ciudad no está como para que se corten más calles para que la chavalería de turno haga su paripé y se sientan muy sanos y viviendo mejor, y tomando Bífidus y yogures para cagar mejor, y leche de soja y hambuerguesas de tofu.
En fín, que disfrutan de su par de horas de vivir en conjunción con el planeta, los astros y las madres que les parieron, para luego irse a casa del amigo y la amiga, cambiarse de ropa, y lanzarse a una noche de copas de garrafón y cigarritos por aquí y cigarritos por allá.
Pero, evidentemente, lo de ellos, su carrera nocturna, es más sano, vital e importante que lo mío: diez horas de trabajo nocturno. Lo malo, claro, es que su deporte es correr y el mío, a mi pesar, es luchar por llegar a fín de mes. Así que, por mucho que corra (lo que viendo el tráfico de la ciudad es una opción muy a tener en cuenta), nadie me va a quitar mis horitas de trabajo para ganar un mísero salario mientras otros cumplen como nadie en pro de la vida sana. Y, digo yo, ¿no cansa más lo mío? Por esa lógica yo debo estar haciendo más deporte que ellos, ¿pues entonces por qué estoy fondón y toso como un viejo de setenta años? Va a ser que la vida no es justa...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!      

sábado, 8 de octubre de 2011

Los príncipes de Bel-Air

Salir de trabajar a las ocho de la mañana hace que tus ojos y tu mente anden bastante desconectados entre sí durante un buen rato. En realidad, tiene su punto percibir las cosas como envueltas en una bruma invisible. Casi parece que uno no es más que un espectador sentado frente a un escenario donde las cosas ocurren demasiado deprisa pero que, en ningún caso, tienen nada que ver con nosotros mismos. Es una sensación parecida a la que te provocan el consumo de algunas drogas, pero esta forma de conseguirla es, con mucho, bastante más barata (y, desde luego, más sana).
Pues ahí estaba yo, con mi mochila al hombro y cara de no enterarme mucho de lo que pasaba, esperando el metro que me llevaría, por fín, a mi cama. En realidad me resulta un poco preocupante una necesidad que últimamente se me presenta con más fuerza según va pasando el tiempo: Necesidad de cama, ¡pero solo! ¡Nada más que para dormir! (Gravísimo esto...)
En fín, que allí estaba yo envuelto en la piedra y el metal que configuraban la gélida estación cuando entraron, charlando animadamente (siento no poder decir sobre qué, ya que no entiendo ni una palabra de francés. Mis idiomas, aparte del español, se extienden en una poderosa red por Bolivia, Perú, Argentina, Guatemala, Honduras, México y demás), dos negros descomunales (¡sí! ¡He dicho negros! Nunca he entendido muy bien la expresión "de color". ¿De qué color? ¿Verdes con lunares lilas? ¿Cómo un traje de flamenca?) con sus ropajes coloridos, demasiado para esas horas tan tempranas, sus gorras de algún equipo de algo, y unas cadenas y unos anillos de oro con aspecto de ser tan pesados que su uso habitual debe garantizar un bono descuento con algún buen fisioterapeuta. Es más, posiblemente te regalen el bono al adquirir tamaña quincalla.
Un par de minutos después llegó nuestro metro. Es digno de ver las caras de la gente de camino al trabajo (aquellos que aún tienen la inmensa suerte de tener un trabajo al que ir). Parecen una especie de gárgolas inamovibles con una expresión de pesar infinito en el rostro. A veces, generalmente en la figura de un niño o niña con la mente aún poco desarrollada, se encuentra uno con expresiones de felicidad, además de con una actividad física impropia de la hora y del momento y que, habitualmente, es sancionada despiadadamente por el resto de ocupantes del vagón con miradas asesinas hacia la criaturita.
Bien, pues nuestro metro estaba razonablemente repleto de almas cuando subimos y, he aquí, que mi mente me hizo entender de golpe y porrazo un concepto tan concreto como impensable para los sucesos del momento: la burbuja.
Todos recordamos los botecitos que nos compraban cuando éramos pequeños y con los que jugábamos a hacer pompas de jabón soplando suavemente por un arito de plástico, generalmente de color verde. ¡Sí hombre! Hablo de esas cosas que tenían en el tapón un juego de meter unas bolitas metálicas en los agujeritos de un dibujo estridente.
Pues bien. Lo que ocurrió al subirnos en el metro me recordó inevitablemente a esas pompas de jabón. A pesar de estar bien cargado, los dos negros, sin dar ninguna muestra de percibir nada extraño, se sentaron sin dejar su cháchara en un par de asientos que acababan de quedarse libre en nuestra misma estación. A ambos lados también había asientos libres pero, cosas de la vida, los pasajeros del metro parecían no tener ningunas ganas de sentarse. Es más, actuaban como si ahí no hubiera nadie o, más bien, como si esa porción del metro no existiera. Simplemente parecía que a aquel vagón le faltaba un trozo del fuselaje. Tan bien lo hacían todos que me tomé un buen montón de segundos en fijarme si podía ver las paredes del túnel a través del suelo y los asientos, aunque al parecer mi vista estaba aún demasiado cansada como para poder hacerlo, con lo que no me quedó otra que sentarme junto a aquellos dos pasajeros que, no lo descarto por el comportamiento de mis congéneres, bien pudieran ser fantasmas.
Y ahí fuí tranquilamente hasta llegar a mi destino. Ellos aún siguieron adelante. Mientras salía de la estación deseé que, al llegar a su destino, no se toparan con un grupo de capirotes blancos (tan fáciles de conseguir en esta ciudad) y cruces llameantes. Sé que os parecerá poco creíble, pero vosotros no vísteis las miradas de la gente que viajaban con nosotros.
¡Y la cosa está como para jodernos los unos a los otros! En fín, supongo que es que ellos eran negros...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

viernes, 7 de octubre de 2011

La teta

La teta, el pecho, la pechuga, el seno, el melón, la mamella... Pues sí, sé que es un sitio raro, pero ahí estaba ella (y su teta también), sentada en uno de los coloridos asientos del vagón junto a una amiga y, a su alrededor, sentados o de pie, estábamos todos los demás.
Era sábado noche (maldito trabajo el mío) y, con sus veintipocos años (como mucho) se había esmerado con todo su ser para ponerse lo más guapa posible ya que, no nos engañemos, el culto a la imagen es un valor prioritario en nuestra sociedad.
Bueno, la cuestión es que había conseguido su objetivo con bastante acierto. Su sombra de ojos resaltaba atractivamente sus ojos verdes, de ese tono que toma el agua de un lago durante las primeras horas de la mañana, y el pintalabios escogido era bastante elegante, perfilando las líneas de su boca con suavidad y, como a mí me gusta, sin resaltar demasiado con la tonalidad del rostro. La falda corta y los taconazos enmarcaban una botinas y bien formadas piernas, de esas frente a las que uno se tiene que esforzar para no quedarse mirando al cruzarse por la calle. En fín, que estaba más que preparada para pasar una gran noche de fiesta.
Pero, maldita sea su suerte, la distraída conversación con su amiga en conjunción con el generoso escote de su blusa le jugaron una mala, muy mala, pasada aquella noche de sábado. Por capricho de azar, su pecho izquierdo había saltado del sujetador (blanco de encaje, para más señas) y ahora vagaba libre y disfrutando del paseo en metro.
¡Y tú seguro que miraste! Me podréis decir. ¡Pues claro! Pero, en realidad, más que aquel joven y turgente seno, que se mecía con el traqueteo de los vagones, me llamaron la atención un buen puñado de pares de ojos con los que crucé miradas durante el trayecto que compartimos.
La verdad es que había de todo. Jóvenes de miradas divertidas que comentaban unos con otros su descubrimiento y que, a buen seguro, ya se habían montado la película completa en sus inmaduras cabecitas. Señores maduritos con los ojos inyectados en sangre ante la visión de una carne fresca que, en la mayoría de los casos, tendrían más que olvidada si no fuera por sus Visa Oro. Me fijé incluso en señoras, madres de familia, que miraban a la pobre muchacha con expresiones que parecían decir: "¡Pero mírala, si es que va provocando! ¡Después pasan las cosas que pasan!", como si a ellas nunca se le hubieran visto las bragas (en el caso afortunado en que las usaran o usasen) al agacharse para coger algo de los estantes más bajos de sus supermercados habituales.
Pero lo que me pareció más raro; la teta no, la teta me pareció bastante bonita; fue la cobardía y autocomplacencia generalizada. A lo mejor me pareció tan raro porque, en realidad, es de lo más normal. Nadie, absolutamente nadie (entre los que lamentablemente me incluyo), le hizo algún gesto o la advirtió de su desliz. ¿Por qué? ¿Por vergüenza? Creo que ella lo habría agradecido con todo su corazón (sí, el que estaba debajo de esa parcela de carne). ¿Por disfrutar del espectáculo? ¡Pero por Dios! ¡Si en cualquier página web te salen anuncios de novias rusas que acaban de darse cuenta de que eres el hombre de sus vidas!
Y, en fín, así seguimos todos. Ella distraída con la charla de su amiga y, todos los demás, haciendo juicios más o menos profundos (y, sobre todo, más o menos castos), sobre el ligero incidente.
Al poco rato tuve que bajarme, así que desconozco cómo terminó la historia. Espero y deseo que alguien la avisara. Así aún podría conservar algo de la escasa fe que tengo en esta deshumanizada humanidad. Yo no lo hice, así que la fe que tengo en mí ha decaído bastante.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!