sábado, 8 de octubre de 2011

Los príncipes de Bel-Air

Salir de trabajar a las ocho de la mañana hace que tus ojos y tu mente anden bastante desconectados entre sí durante un buen rato. En realidad, tiene su punto percibir las cosas como envueltas en una bruma invisible. Casi parece que uno no es más que un espectador sentado frente a un escenario donde las cosas ocurren demasiado deprisa pero que, en ningún caso, tienen nada que ver con nosotros mismos. Es una sensación parecida a la que te provocan el consumo de algunas drogas, pero esta forma de conseguirla es, con mucho, bastante más barata (y, desde luego, más sana).
Pues ahí estaba yo, con mi mochila al hombro y cara de no enterarme mucho de lo que pasaba, esperando el metro que me llevaría, por fín, a mi cama. En realidad me resulta un poco preocupante una necesidad que últimamente se me presenta con más fuerza según va pasando el tiempo: Necesidad de cama, ¡pero solo! ¡Nada más que para dormir! (Gravísimo esto...)
En fín, que allí estaba yo envuelto en la piedra y el metal que configuraban la gélida estación cuando entraron, charlando animadamente (siento no poder decir sobre qué, ya que no entiendo ni una palabra de francés. Mis idiomas, aparte del español, se extienden en una poderosa red por Bolivia, Perú, Argentina, Guatemala, Honduras, México y demás), dos negros descomunales (¡sí! ¡He dicho negros! Nunca he entendido muy bien la expresión "de color". ¿De qué color? ¿Verdes con lunares lilas? ¿Cómo un traje de flamenca?) con sus ropajes coloridos, demasiado para esas horas tan tempranas, sus gorras de algún equipo de algo, y unas cadenas y unos anillos de oro con aspecto de ser tan pesados que su uso habitual debe garantizar un bono descuento con algún buen fisioterapeuta. Es más, posiblemente te regalen el bono al adquirir tamaña quincalla.
Un par de minutos después llegó nuestro metro. Es digno de ver las caras de la gente de camino al trabajo (aquellos que aún tienen la inmensa suerte de tener un trabajo al que ir). Parecen una especie de gárgolas inamovibles con una expresión de pesar infinito en el rostro. A veces, generalmente en la figura de un niño o niña con la mente aún poco desarrollada, se encuentra uno con expresiones de felicidad, además de con una actividad física impropia de la hora y del momento y que, habitualmente, es sancionada despiadadamente por el resto de ocupantes del vagón con miradas asesinas hacia la criaturita.
Bien, pues nuestro metro estaba razonablemente repleto de almas cuando subimos y, he aquí, que mi mente me hizo entender de golpe y porrazo un concepto tan concreto como impensable para los sucesos del momento: la burbuja.
Todos recordamos los botecitos que nos compraban cuando éramos pequeños y con los que jugábamos a hacer pompas de jabón soplando suavemente por un arito de plástico, generalmente de color verde. ¡Sí hombre! Hablo de esas cosas que tenían en el tapón un juego de meter unas bolitas metálicas en los agujeritos de un dibujo estridente.
Pues bien. Lo que ocurrió al subirnos en el metro me recordó inevitablemente a esas pompas de jabón. A pesar de estar bien cargado, los dos negros, sin dar ninguna muestra de percibir nada extraño, se sentaron sin dejar su cháchara en un par de asientos que acababan de quedarse libre en nuestra misma estación. A ambos lados también había asientos libres pero, cosas de la vida, los pasajeros del metro parecían no tener ningunas ganas de sentarse. Es más, actuaban como si ahí no hubiera nadie o, más bien, como si esa porción del metro no existiera. Simplemente parecía que a aquel vagón le faltaba un trozo del fuselaje. Tan bien lo hacían todos que me tomé un buen montón de segundos en fijarme si podía ver las paredes del túnel a través del suelo y los asientos, aunque al parecer mi vista estaba aún demasiado cansada como para poder hacerlo, con lo que no me quedó otra que sentarme junto a aquellos dos pasajeros que, no lo descarto por el comportamiento de mis congéneres, bien pudieran ser fantasmas.
Y ahí fuí tranquilamente hasta llegar a mi destino. Ellos aún siguieron adelante. Mientras salía de la estación deseé que, al llegar a su destino, no se toparan con un grupo de capirotes blancos (tan fáciles de conseguir en esta ciudad) y cruces llameantes. Sé que os parecerá poco creíble, pero vosotros no vísteis las miradas de la gente que viajaban con nosotros.
¡Y la cosa está como para jodernos los unos a los otros! En fín, supongo que es que ellos eran negros...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

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