viernes, 7 de octubre de 2011

La teta

La teta, el pecho, la pechuga, el seno, el melón, la mamella... Pues sí, sé que es un sitio raro, pero ahí estaba ella (y su teta también), sentada en uno de los coloridos asientos del vagón junto a una amiga y, a su alrededor, sentados o de pie, estábamos todos los demás.
Era sábado noche (maldito trabajo el mío) y, con sus veintipocos años (como mucho) se había esmerado con todo su ser para ponerse lo más guapa posible ya que, no nos engañemos, el culto a la imagen es un valor prioritario en nuestra sociedad.
Bueno, la cuestión es que había conseguido su objetivo con bastante acierto. Su sombra de ojos resaltaba atractivamente sus ojos verdes, de ese tono que toma el agua de un lago durante las primeras horas de la mañana, y el pintalabios escogido era bastante elegante, perfilando las líneas de su boca con suavidad y, como a mí me gusta, sin resaltar demasiado con la tonalidad del rostro. La falda corta y los taconazos enmarcaban una botinas y bien formadas piernas, de esas frente a las que uno se tiene que esforzar para no quedarse mirando al cruzarse por la calle. En fín, que estaba más que preparada para pasar una gran noche de fiesta.
Pero, maldita sea su suerte, la distraída conversación con su amiga en conjunción con el generoso escote de su blusa le jugaron una mala, muy mala, pasada aquella noche de sábado. Por capricho de azar, su pecho izquierdo había saltado del sujetador (blanco de encaje, para más señas) y ahora vagaba libre y disfrutando del paseo en metro.
¡Y tú seguro que miraste! Me podréis decir. ¡Pues claro! Pero, en realidad, más que aquel joven y turgente seno, que se mecía con el traqueteo de los vagones, me llamaron la atención un buen puñado de pares de ojos con los que crucé miradas durante el trayecto que compartimos.
La verdad es que había de todo. Jóvenes de miradas divertidas que comentaban unos con otros su descubrimiento y que, a buen seguro, ya se habían montado la película completa en sus inmaduras cabecitas. Señores maduritos con los ojos inyectados en sangre ante la visión de una carne fresca que, en la mayoría de los casos, tendrían más que olvidada si no fuera por sus Visa Oro. Me fijé incluso en señoras, madres de familia, que miraban a la pobre muchacha con expresiones que parecían decir: "¡Pero mírala, si es que va provocando! ¡Después pasan las cosas que pasan!", como si a ellas nunca se le hubieran visto las bragas (en el caso afortunado en que las usaran o usasen) al agacharse para coger algo de los estantes más bajos de sus supermercados habituales.
Pero lo que me pareció más raro; la teta no, la teta me pareció bastante bonita; fue la cobardía y autocomplacencia generalizada. A lo mejor me pareció tan raro porque, en realidad, es de lo más normal. Nadie, absolutamente nadie (entre los que lamentablemente me incluyo), le hizo algún gesto o la advirtió de su desliz. ¿Por qué? ¿Por vergüenza? Creo que ella lo habría agradecido con todo su corazón (sí, el que estaba debajo de esa parcela de carne). ¿Por disfrutar del espectáculo? ¡Pero por Dios! ¡Si en cualquier página web te salen anuncios de novias rusas que acaban de darse cuenta de que eres el hombre de sus vidas!
Y, en fín, así seguimos todos. Ella distraída con la charla de su amiga y, todos los demás, haciendo juicios más o menos profundos (y, sobre todo, más o menos castos), sobre el ligero incidente.
Al poco rato tuve que bajarme, así que desconozco cómo terminó la historia. Espero y deseo que alguien la avisara. Así aún podría conservar algo de la escasa fe que tengo en esta deshumanizada humanidad. Yo no lo hice, así que la fe que tengo en mí ha decaído bastante.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!    

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