domingo, 9 de octubre de 2011

La carrera nocturna

Pues sí. Iba yo en mi metro hacia el trabajo como uno debe ir cuando le toca un turno de noche en un bonito y divertido sábado: Mochila a la espalda, hombros caídos, cabeza gacha y repasando mentalmente el centenar largo de cosas muchísimo más interesantes que lo que se extendía ante mí durante las próximas y larguísimas horas, y que podría estar haciendo en ese preciso momento o a lo largo de tan agradable noche (agradable para cualquier cosa excepto para ir a trabajar).
Entonces, justo cuando me subo al vagón, compruebo horrorizado cómo el metro ha sido invadido por una multitudinaria legión sana y sonriente (sobre todo sana, creo yo) de personas en calzonas, con zapatillas de deporte y dorsales fluorescentes cogidos con imperdibles a sus camisetas.
¡Ya está!, pensé, ¡por fín la gente se ha dado cuenta de cómo está este país nuestro y se largan de aquí corriendo! Y, por supuesto, en un país tan civilizado, moderno y europeo como España, uno no se puede ir corriendo de cualquier manera, echándose al monte sucios y zarrapastrosos como los maquis en los años oscuros de la Guerra Civil. ¡Nada de eso! Si aquí hay que salir huyendo, hay que hacerlo bien uniformados y con dorsales identificativos, no vaya a ser que luego nos vean por la tele nuestros congéneres europeos y digan eso de que "África empieza en los Pirineos" mientras menean sus cabezas en gesto desaprobatorio.
Pero no. Metiendo un poco la oreja en las conversaciones que me rodeaban, pude cerciorarme de que la gente todavía no se plantea la huída. Aquí siguen aguantando los tíos, como auténticos campeones.
El motivo del desfile de calzonas de equipos futboleros, deportivas especialmente diseñadas para miradas inquietas, camisetas viejas de propaganda que anunciaban negocios de electricidad, fontanería o bares familiares cuya especialidad es la simpatía (lo cual, por otra parte, nunca he entendido. Yo voy a un bar a comer y a beber. Si quiero que me cuenten chistes veo El Club de la Comedia), era en respuesta a una bonita iniciativa de nuestro Excelentísimo Ayuntamiento: La celebración de una carrera nocturna.
Y allí estaba yo, rodeado de muchachitas que, claramente por su aspecto, solo habían corrido en su vida para coger un buen sitio cerca del escenario en el último concierto del grupito de moda de chavalitos guapetones pero sensibles que cantan al amor con letras edulcoradas y romanticonas escritas por abueletes maduritos y desengañados de la vida que necesitan la pasta para llegar a fín de mes. También me encontré con algún que otro grupo de amiguetes, jóvenes todos ellos hasta la desesperación y que, a buen seguro, después de los primeros cincuenta metros de carrera tendrían que pararse a recuperar el aliento (¡hay que ver qué malo es el tabaco, sobre todo aliñado!) y, ya puestos, entrar en un bar a echar unas cervecitas.
No obstante, reconozco también que pude ver, apartando un poco la maleza, a uno o dos deportistas de verdad, con las zapatillas gastadas y el cuerpo fibroso de salir a correr a diario hasta que, por el sudor, sus camisetas se les pegan al cuerpo como si se trataran de una segunda piel. A esos sí. A esos sí les digo: ¡Ole tus cojones! (Sobre todo porque eso de salir a correr todos los días es un concepto que, aplicado a mí mismo, me hace rememorar documentales y artículos de prensa sobre los campos de concentración nazis). A los demás, pues no, pues mire. Me parece perfecto un plan sano en vez de irse por ahí a hacer botellona (¡Sí, he dicho "botellona"! ¡Lo de "botellón" es de Despeñaperros para arriba!) pero, la verdad, la ciudad no está como para que se corten más calles para que la chavalería de turno haga su paripé y se sientan muy sanos y viviendo mejor, y tomando Bífidus y yogures para cagar mejor, y leche de soja y hambuerguesas de tofu.
En fín, que disfrutan de su par de horas de vivir en conjunción con el planeta, los astros y las madres que les parieron, para luego irse a casa del amigo y la amiga, cambiarse de ropa, y lanzarse a una noche de copas de garrafón y cigarritos por aquí y cigarritos por allá.
Pero, evidentemente, lo de ellos, su carrera nocturna, es más sano, vital e importante que lo mío: diez horas de trabajo nocturno. Lo malo, claro, es que su deporte es correr y el mío, a mi pesar, es luchar por llegar a fín de mes. Así que, por mucho que corra (lo que viendo el tráfico de la ciudad es una opción muy a tener en cuenta), nadie me va a quitar mis horitas de trabajo para ganar un mísero salario mientras otros cumplen como nadie en pro de la vida sana. Y, digo yo, ¿no cansa más lo mío? Por esa lógica yo debo estar haciendo más deporte que ellos, ¿pues entonces por qué estoy fondón y toso como un viejo de setenta años? Va a ser que la vida no es justa...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!      

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