jueves, 13 de octubre de 2011

Los borrachos y los niños nunca mienten

Ayer mismo, cuando me monté en el metro de vuelta a casa tras el trabajo (sí, también trabajo los días de fiesta, ¡qué trabajo más perro el mío!), me topé con una bebita regordeta y sonrosada que, sentada en su carro, junto a su mamá, se esforzaba por dar vueltas a un osito que estaba sujeto al interior de un aro, a la par de largaba feroces succiones a su chupete, rosado también (¡faltaría más!), como si de un buen Montecristo se tratara.
Sus ojos azules miraban con odio sincero al osito de los cojones ya que, cuando era la madre la que le daba al bicho, el osito giraba y giraba en el interior de su círculo (supongo que porque la antigüedad es un grado...), mientras que cuando ella, aunando todas sus fuerzas, lograba darle un buen mamporro, que seguro que tenía bien merecido, el muy cabrón a penas se movía un poquito.
Ahí la dejé a ella, muy ocupada en sus elucubraciones, para fijarme, solo unos pocos asientos más hacia allá, en una linda y tierna parejita de quinceañeros que, claramente, estaba en esa edad ("momento choco", que diría mi concuñado) en la que, con el objetivo de reafirmar su recién estrenada personalidad, se visten, peinan y maquillan lo más horriblemente posible.
Entonces me fijé en las miradas cómplices y traviesas que intercambiaban, luchando denodadamente, sin conseguirlo, por ahogar unas risitas enlatadas y chirriantes que se esforzaban en revelar algún oscuro secreto compartido. En aquél momento me fijé en el revelador brillo de sus ojos. Como buen camionero que cubre la ruta de Alabama a Winconsin que soy, supe desde el primer instante que ese brillo ocular no respondía a la explosión hormonal propia de esa edad, ni al amor verdadero que a buen seguro se profesaban el uno al otro. ¡Qué va! ¡A mí no podían dármela con mi extensa (e intensa) experiencia acumulada a lo largo de años y años de lagunas de memoria! Ese brillo era, sin duda, producto del alcohol.
Y... ¡Efectivamente! Medio escondidos entre sus manos portaban, cada uno de ellos, sendos botellines de la Cruz del Campo a medio vaciar.
Tras superar la horrible y corroante envidia inicial, pude caer en la cuenta de lo duros, rebeldes y maduros que debían ser ambos para llevar a cabo un gesto de protesta, rayando la ilegalidad (por no decir zambulléndose placenteramente en ella), contra una sociedad que, por definición, amarga a los jóvenes, ahogándolos en un picado mar de falta de oportunidades reales de subsistencia. Sí, seguro que era eso, una acción protesta bien pensada, generada en una profunda reflexión de la realidad que les rodea y cargada de simbolismo. Aunque, en realidad, existía otra opción para explicar su gesto: Eran tontos. Tontos del culo.
Ahí estaba yo, inmerso gustosamente en mi debate mental, cuando un ruido devolvió mi atención a la bebita sonrosada del principio.
A los pies de su carrito, lanzado desde las alturas, el osito y el aro se habían ido a hacer puñetas. ¡Tiene futuro!, pensé. Como no había sido capaz de entender cómo funcinaba, se lo carga. Igualito, igualito que la inmensa mayoría de los líderes políticos y sociales de ésta nuestra comunidad. ¡Para Presidenta del Gobierno fijo!
En aquel momento se giró hacia mí y, dejándose caer en el carro, me miró con esos ojazos azules suyos y una expresión que decía claramente (creo que había sido capaz de leerme el pensamiento): ¡Sí! ¡Los de los botellines son tontos!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

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