viernes, 12 de octubre de 2012

No sé... Cualquier cosa...

Iba yo tranquilamente el otro domingo en mi metro, camino del trabajo (creo que si me quitan el metro dejo el trabajo) mientras le daba vueltas a algo que, aunque me acababa de pasar, es moneda habitual en mi aún corta pero intensa vida de convivencia en pareja.

Me explico: creo haber descubierto un nexo común de comportamiento entre las mujeres en general y los niños y niñas, de ambos géneros y géneras, y de ambos sexos y sexas (que no quiero que venga nadie a decirme que utilizo un lenguaje sexista... ¡Ni sexisto!) Esa característica compartida; y sé que es compartida porque yo mismo de pequeño (sí, sí, ¡yo he sido pequeño!) he incurrido en incontables ocasiones en el mismo bucle; tiene que ver con la comida.

Os pongo en antecedentes: Yo entro a trabajar a las tres de la tarde, por lo que me veo obligado a almorzar entre las dos menos cuartos y las dos de la tarde para no llegar tarde. Por eso, cuando se van acercando las doce y media de la mañana, me veo obligado a armarme de valor para formular una pregunta que, aunque pueda parecer simple e inofensiva, mi experiencia me ha enseñado a temer con cada fibra de mi ser. Total, que me pongo en plan Chuck Norris, me voy con pose de duro hacia mi linda y bonita parejita, y le suelto: "Rubita, ¿qué quieres hoy para comer?"

"¡Pues no es para tanto!" "¡Yo me esperaba otra cosa!"... Son las cosas que supongo que si me tuviérais delante me tiraríais a la cara. Sois todos unos ilusos. Porque ella, con su suave y melodiosa vocecilla, me contesta, día tras día, cada día, exactamente lo mismo: "No sé... Cualquier cosa..." ¡Y es justo aquí donde empieza el bucle inacabable! ¿Qué por qué? ¡Fácil!

Ante esa respuesta uno dice ¡tate, el cielo abierto!, porque hay que tener clara la diferenciación entre dos conceptos importantes: alimentarse y comer. Alimentarse es todo lo referido a comida sana y esas mierdas, que te sabe todo como si te estuvieras comiendo una hoja mojada del ABC, y comer es ese disfrute del "guarreo" culinario hipercalórico que hace que la vida valga la pena. Ante esa respuesta un tío cualquiera, como yo mismo, se dice ¡me voy a "jartá" de comer!

Así que voy yo y le digo: "Muy bien, pues entonces voy a preparar unos macarrones carbonara convenientemente aderezados", a lo que ella contesta con fría y calculada precisión: "¡Ay, no, que engordan mucho!" Yo, sin dejarme amedrentar y teniéndolo todo bien preparado, replico que unos buenos filetes con patatas fritas es otra gran opción, pero ella me suelta que las patatas fritas son muy malas para el colesterol y otras sandeces. A pesar de todo me niego a rendirme, y expongo lo sabrosísimo de un buen arroz con pollo, pero resulta que mi rubita afirma que el arroz le sienta mal...

Resoplando y buscando rápidamente en mi mente motivos para no cometer un "rubitacidio", opto por ceder en lo referido a la comida y me hago a la idea de tener que alimentarme, por lo que me ofrezco a preparar una sanísima y absolutamente sosa sopita de picadillo, pero ahí va la tía y me suelta que eso es muy poca cosa para un almuerzo.

Al final, día tras día, cada día, la conversación me quita tantas ganas de vivir que, irremediablemente, y cayendo vílmente en la trampa, vuelvo a repetir medio desesperado la misma pregunta: "¿Pues entonces qué quieres comer hoy?" A lo que siempre, absolutamente siempre, recibo la misma respuesta por su parte: "No sé... Cualquier cosa..."  

¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!  

jueves, 2 de agosto de 2012

Nuevo deporte sevillano: "¡Qué te vas a mating!"

¡Pues sí! Desde que la población "de los de aquí" y visitantes varios se han acostumbrado a mi querido metro, no se ha tardado en poner en práctica un nuevo y bello deporte, creo que de pronta federación, que he dado en denominar "¡Qué te mating!" (Lo de acabar en -ing le da un aire internacinal e importante). Es una bonita actividad de múltiples variables de aplicación. Éstas se desarrollan entre el ligero trotecillo: "lo intenting pero me da igualing" y, ya para deportistas estremos, en la modalidad: "¡mis dienting, mis dienting!"

Lo que pasa, al contrario que en la mayoría de los deportes, éste es más divertido de ver que de practicar (y por supuesto, mucho más seguro). Me explico:

Como todos sabéis, el metro tiene dos tipos de horarios. Uno en el que los trenes pasan cada tres o cuatro minutos (el facilón), y otro en el que pasan cada cuarto de hora más o menos (el "joputa"). Pues bien, por mi experiencia personal, el "¡qué te mating!" se practica indistintamente en ambas franjas horarias. ¿Y en qué consiste exactamente este hermoso deporte? ¡Muy fácil!: El metro se coloca en la estación a punto de salir pitando, y el/la atleta (o atletas), se sitúan en lo alto de las escaleras que dan acceso al andén. Llegados a este punto se da una imaginaria señal de salida y, en un más que optimista intento por llegar al tren (aunque para el siguiente solo queden tres minutitos de nada), los atletas corren, se despeñan y se juegan la vida literalmente, por alcanzar uno de los vagones.

Además, este deporte cuenta con una versión "cross", que es cuando los atletas, además de bajar las escaleras de culo, boca, rodando o demás, lo hacen extremadamente cargados con bolsas, mochilas, maletas y demás géneros de macutos y carga en general. En esos casos este deporte desprende ya unas imágenes bellísimas que quedan irremisiblemente grabadas en las retinas de los espectadores. Esos giros del plástico entremezclándose con los gritos provocados por espinillas golpeándose contra el borde de los escalones...

Como en todos los deportes, existen puristas que, a fuerza de ahostiarse casi diariamente (y eso que los horarios de los trenes son todos los días los mismos. Yo ya me los he aprendido), han alcanzado ya un nivel de excelencia bastante notable.

¿Y el nombre de esta disciplina deportiva? Pues viene claramente de lo que se nos pasa por la cabeza a los sonrientes espectadores cada vez que vemos un más o menos logrado empeño de practicarlo: "¡Qué te vas a matar!"

Pero lo bueno, bueno de esta discilpina, lo que hace que valga la pena tomarse unos segundos en disfrutar de la visión de tantos y tantos (cada vez más) atletas que la practican, es la carita que se les queda cuando el metro les cierra las puertas en sus narices y sale pitando.

¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 22 de mayo de 2012

Un par de miserables e inofensivos sandwiches

Iba yo el otro día en mi metro rememorando un divertido suceso de una noche reciente (a ver, si en el metro no pasa nada, pues a mí se me va la cabeza por ahí y me pongo a pensar en mis cosas). Fue día de limpieza en casa; es decir, yo lo limpio todo y mi queridísima y lindísima pareja no levanta la nariz de sus apuntes en el escritorio, aunque, alérgico "perdío" que ando últimamente, me escuche echar los pulmones por la boca (como es su obligación, que bastante tiene ya la pobre mía con lo suyo).
Total, que llegando la hora de cenar, aparece ella envuelta en un halo de pura luz celestial como si de un ángel se tratara (no olvidemos que el propio Satanás fue un ángel al principio) y me dice: "¿qué quieres cenar? Hoy preparo la cena yo". Emocionado hasta lo indecible ante aquellas palabras, pero sabedor de cientos de "divertidas" anécdotas culinarias de la niña de mis ojos, me considero lo bastante listo como para creer controlada la situación y, en mi suprema estupidez, me da por decirle: "No te compliques, con un par de sandwiches de jamón y queso voy que chuto". Y así que se adentra ella en el inexplorado territorio vírgen de nuestra cocina mientras yo, convencido de mi excepcional ardid, me ponía a ver Los Simpsons como un gilipollas.
En esto estábamos cuando, unos minutillos después, aparece la luz de mi vida, el flexo de mi escritorio, el mechero de mi paquete de tabaco, portando grácilmente un platito con los sandwiches en cuestión. La pinta ya me pareció sospechosa. "¡Tate!, me dije, seguro que ha confundido el jamón de york con las toallitas para la lavadora!" Pero no, me calmé, eso no era posible, pues hacía poco había visto un documental en la tele en el que un chimpancé con no demasiadas luces, al segundo o tercer intento, era perfectamente capaz de preparar un sandwich mixto que era comestible y todo (algún pelo de mono por ahí, como mucho).
En fín, que cojo yo, emocionado por el gesto y con más hambre, como diría mi insigne progenitor, que "un hijo puta agarrao a un poste de teléfono", y le suelto un buen mordisco al primero de mis sandwiches... ¡Efectivamente! Me di cuenta de que yo no me estaba comiendo aquello, sino que aquello me estaba violando la boca sin ningún rastro de amor o de cariño. Era como si se le diera un mordisco a la Central Lechera Asturiana. A causa de los recortes a los que, como Presidente del Gobierno de nuestro hogar, me he visto obligado a recurrir, no tenemos por aquí ni peso ni balanza pero, así a ojo, creo que cada sandwich podía llevar como kilo y medio de mantequilla en cada una de sus caras, a lo que había que añadir, rodeando a la pobre e indefensa loncha de jamón york, su buen par de tranchetes (indispensables en la dieta de todo hombre independizado del siglo XXI). Además, por si alguien no había caído, la mantequilla derretida podría ser un sustituto más que eficaz del aceite hirviendo para la defensa de castillos y fortalezas medievales.
Así que, con unos retortijones descomunales y con el paladar en carne viva, sin dejar de lanzar tiernas miradas a mi muñequita linda y preciosa, que me miraba con ojitos de Heidi (grandotes y brillantes), logré comerme un sandwich y medio mientras luchaba denodadamente por mi vida.
"¿Están buenos?" Me preguntaba mi luna y mis estrellas. Yo no podía más que asentir con la cabeza, ya que estaba seguro de que si abría la boca para hablar vomitaba fijo, pero en mi mente, con absoluta claridad, se me repetía una y otra vez una idea: "Es absolutamente imposible que a mí me concedan jamás una licencia de armas". Y eso que en este caso hubiera sido, sin lugar a dudas, en legítima defensa propia.
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 10 de abril de 2012

Le abandonó el Tranxilium

En primer lugar, os debo a todos una disculpa por haber tenido el blog más que abandonado últimamente. Ya sabéis, uno se va haciendo viejuno, tiene más responsabilidades, no le viene la inspiración, y esas cosas que se dicen cuando uno está demasiado vago como para sentarse a escribir un poquito (o, como diría mi admirado Reverte, la puntita nada más).
En segundo lugar, para los menos versados en el tema, quiero aclarar que el Tranxilium es, quizás, el medicamento más universal que se usa con pacientes psiquiátricos. Para que podáis haceros una idea es, como a mí me gusta llamarlo, un "amamonante mental".
Pues bien, aclarado esto, os cuento lo que me pasó el otro día:
Me subí yo en mi metro de vuelta a casa, contento por haber dejado atrás otra larga jornada de trabajo, y justo al sonar el pitido de cierre de puertas, salta a mi vagón un chaval de no más de veinte tiernos añitos vestido; cosa curiosa, al menos a mi parecer; con un chándal como los que los de mi generación usaba cuando éramos pequeños (esto es: azul marino con dos rayitas blancas a los lados) que cumplía con castrense determinación el popular dicho andaluz que reza: "Ancho de espaldas y estrecho de culo..." (No creo que haga falta poner el final. Aquí somos todos muy cultos en estos temas).
Nada más ponerse en marcha el metro, el buen muchacho empieza a balancearse entre las barras metálicas al más puro estilo de la Mona Chita, tal vez respondiendo con su cuerpo a un ritmo pegadizo que, lo juro por mi madre, solo sonaba en su cabeza.
Unos segundos después, haciendo gala de la buena fortuna que me caracteriza, el balanceo del chavalito le llevó irremediablemente a mi lado (como no podía ser de otro modo), y eso me permitió escuchar con claridad el diálogo interesantísimo que mantenía consigo mismo entre meneo y meneo.
En un primer momento pensé que, además de cegato perdido, me estaba quedando sordo, porque el "autodiálogo" del muchacho se estaba produciendo a un volumen absolutamente normal, nada de susurros ni esas cosas. Me da que le importaba una mierda que cualquiera pudiera escucharlo. Pero no era el volumen lo importante. Para nada. Era el contenido del mensaje lo que más me llamó la atención.
Lo pongo entre comillas porque fueron sus palabras textuales, de verdad, de verdad, aunque suene a cachondeo. Es más, si no lo hubieran sido, probablemente no se habría ganado con honores y medallitas una entrada en mi blog:
"Todos estos son robots, pero ellos no lo saben. Son robots del pasado y robots del futuro. Ellos no lo saben, pero yo sí porque soy su dios y lo sé todo".
¡Toma ya! ¡Agustísimo que se estaba quedando el muchacho!
Y digo yo, que es logiquísimo que el chaval estuviera nerviosete y tal metido en el metro rodeado de robots, porque en esa situación no sabe uno por dónde puede tirar la cosa, por mucho dios que sea uno.
Total, chavalito mío, que me da a mí que te iba haciendo falta tomarte unas pastillistas para la cabecita como si fueran pipas, si es que no lo estabas haciendo ya. Pero trátalas bien, que después te abandonan y te pasa lo que te pasa, hombre de Dios, y la gente te mira regular en el metro y esas cosas...
Pero hay otra conclusión posible a todo esto mucho más preocupante: Puede que la cosa esté tan mal que, sin saberlo, todos nos hayamos convertido en una especie de robots. Autómatas que hacemos lo que hacemos simplemente porque es lo que debemos hacer, sin plantearnos nada más. Y puede que eso nos esté hundiendo tan y tan  profundo, que incluso Dios, cuando nos echa un vistacillo, se pone nervioso porque no sabe por dónde meternos mano.
Espero y confío que sea lo de las pastillitas de colores, aunque personalmente no me creo nada...
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

miércoles, 29 de febrero de 2012

No somos iguales

Esta simple afirmación, que puede parecer machista y retrógada, es una verdad como un templo. Y más si uno lleva unos pocos de meses compartiendo casa con su queridísima y amadísima pareja. Las mujeres y los hombres no somo iguales. En absoluto. Más bien todo lo contrario.
Iba el otro día dándole vueltas a esto en mi bonito metro. Y todo a raíz de algo que me viene como anillo al dedo para ofrecéroslo como ejemplo de mi afirmación:
Mi pareja y yo en casa, por imperativo legal (y sobre todo económico) solemos compartir el desorodante. Es por esto que siempre compro uno que, como pone bien grande en el bote, es unisex, que para los poco cultivados quiere decir que es un producto que si lo usa habitualmente una mujer es moderna y tal, pero que si lo usa un hombre y, además, va y lo dice, la gente lo mira un poco raro pensando en que es más que posible que al susodicho le de bastante igual que la espalda le huela a pecho de gorila.
Total, que como se nos había terminado, mi hermosísima novia, luz de mis ojos y todo eso, se encargó ella misma, en persona y en riguroso directo, de comprarlo ella. Evidentemente, el bote que trajo, de un prístino color celeste (para que luego digan que los machistas somos nosotros), tenía en enormes letras blancas sobre fondo azul un letrero que ponía: "PARA ELLA" (así, en mayúsculas).
Ante mi normal protesta, su respuesta fue que ya lo había olido y que era totalmente unisex, así que no me quedó más remedio echarme un poco y olerlo. Al instante me vino a la mente el anuncio perfecto para aquel bote de desorodante que, según mi amadísima y preciosísima pareja, lo usan machos machotes regularmente, tales como Steven Seagal, Chuck Norris, Stallone y demás fauna masculinísima. El anuncio que se me vino a la mente sería más o menos así:
Plano de un campo de batalla nevado. Sopla una fuerte ventisca y llueve copiosamente. Por el suelo, semiocultos por la nieve, multitud de cadáveres descuartizados, espadas y hachas rotas, todo lleno de sangre y vísceras. Se escuchan gritos y quejidos agónicos de heridos amputados y ensangrentados. Por una loma a un lado del campo de batalla asciende un grupo de guerreros enormes y peludos empuñando armas descomunales con las hojas bañadas en sangre. Visten gruesas armaduras negras, pieles oscuras y yelmos del color de la noche adornados con enormes cuernos, clavos, pinchos y todo aquello que les pueda dar un aspecto aún más feroz y amenazante. En ese momento suena una masculina voz en off. La de Constantino Romero, por ejemplo, que igual te vende un colchón como que pone en jaque a toda la galaxia:
"De los temidos y sanguinarios guerreros del duro y misterioso norte se cuentan terroríficas historias alrededor de los fuegos. Se dice que se comen los ojos y los corazones de sus enemigos caídos para obtener su poder, y que su fuerza y valor sin igual es un regalo de antiguos dioses oscuros a cambio de sus almas..."
En ese momento cambia el plano, y se ve a los mismos guerreros en el floreado y colorido prado que hay tras la colina. Misteriosamente la nieve no ha llegado hasta allí, y los guerreros se dedican a recoger y a oler ramilletes de flores, a bailar entre ellas con gráciles saltitos y a tomar un té de frutas del bosque sobre un mantel bordado en tacitas de finísima porcelana, compartiendo chismorreos y risitas entre ellos. Suena de fondo una musiquilla de anuncio de perfume (tipo pianito suave) y otra voz en off, por ejemplo la de Jorge Javier Vázquez, dice:
"Pero incluso los fornidos guerreros del norte necesitan descansar y relajarse después de la batalla, y para que nada pueda estropearles ese momento, todos ellos llevan en sus cintos, junto a sus espadas, un bote del desodorante "Muerdealmohading", porque nunca se sabe cuando llega el momento del relax y hay que saber aprovecharlo."
En fin, que por Rubio Decreto Ley, en los próximos días no tendré más remedio que ir por ahí oliendo a duro y aguerrido guerrero del norte. ¡Qué le vamos a hacer!
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

domingo, 12 de febrero de 2012

La hija de Satán

Me subo yo en mi metro tranquilamente el otro día, de vuelta del trabajo, y tras unos segundos, me doy cuenta de que, entre las docenas de personas que se apiñaban a aquella hora en los vagones, deseosas de llegar a sus casas para descansar un poquito después de la jornada antes de que, al día siguiente, las vuelvan a "crujir", se encontraba, seguro segurísismo, toda una celebridad del inframundo: la hija de Satán.
¡Sí, sí! ¡Y eso que no era fin de semana ni nada!, pero supongo yo que su papi le habría dado algunos euros mientras le decía eso de "antes de las doce te quiero en casa".
A lo que vamos. La criatura, más que posiblemente un horrible y terrorífico demonio milenario que se alimenta con las almas de recién nacidos y de chachorritos de perro desde hace eones tenía, más o menos, el aspecto de una chavalita de unos quince añitos. Monísima ella con su pelo rubio y sus ojazos claros.
¿Qué de dónde saco entonces el título de esta entrada del blog? ¡Muy fácil!
Lo del pelo rubio lo descubrí tras un concienzudo análisis por mi parte (sí, así con las gafitas un poco caídas y todo, tipo Grissom en CSI), ya que, en realidad, lo llevaba a bonitas y elegantes franjas. Unas rubias, otras negras, un par de mechones morados, y varias trencitas sujetas con coleteros negros con calaveras y cruces invetidas (de verdad, de verdad, palabrita del Niño Jesús). Luego, alrededor de sus preciosísimos ojos verdes (por eso de que todo el mundo tiene que tener algo, supongo) llevaba una nada sutil capa de maquillaje negro de varios dedos de espesor. Le quedaba, más o menos, como si se le dan un buen par de hostias a alguien y el susodicho va después y se muere, uniéndose los moratones con las ojeras típicas de los cadáveres.
En cuanto a la ropa, nada, lo normal, pantalones estrechos de cuero negro repletos de quincalla por todas partes, todas ellas con agradables y tranquilizadoras formas de esqueletos, murciélagos y demás. Camiseta negra, tirando a harapienta, de algún grupo de Heavy Metal durísimo del submundo. Por último, cerrando el conjunto, cazadora de cuero con chinchetas y botazas descomunales como las que usaban los Nacional Socialistas para patear cabezas judías con unas suelas más gordas que los bocadillos que me hago cuando tengo un día malo (y, créanme, esos bocadillos son descomunales).
Como no podía ser de otro modo, la criatura llevaba unos casquitos en las orejas con un temita de Speed Metal sonando a todo trapo. Y ella ahí, cantando (bajito, para no molestar) con toda su alma.
¿Lo que más miedo daba? (Además de las pintas, claro) Pues no sé si decidirme por su carita de muñeca de porcelana satánica, tipo muñeca diabólica, o por su dulce vocecilla de esas que tienen los fantasmas de las niñas cruentamente asesinadas en las pelis de mucho, mucho miedo.
Aunque no sé, si me paro a pensarlo bien quizás lo que más miedo daba, pero por mucho, mucho; y siempre en el hipotético caso en que, en realidad, la criatura no fuera como yo creo la hija biológica de Satán; fuera la expresión aterrorizada y desencajada, temible subida de tensión arterial y amaguito de infarto incluídos, de cierto papaíto al ver a su tierna hijita mientras le decía: "¡Me voy! ¡Hasta luego!" 
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 31 de enero de 2012

Tra... tra... tra, tra, tra ¡baila mi ritmo!

Aquí que va uno, en pleno fín de semana, después de terminar hasta arriba del trabajo (por no decir hasta los huevos, que esto lo pueden leer niños y eso), a esperar el metro, bonito, bonito metro, que le lleve a su casa a morirse un poco entre jornada laboral y jornada laboral.
Entre la hora y el día que eran solo estábamos en la estación, esperando el metro, yo y un chaval gordísimo. Pero gordísimo. De esos que uno se lleva por ahí a ligar porque así es uno el guapo y tiene más posibilidades. Y mira que yo no soy precisamente un palillo ni mucho menos (es que tengo los pectorales caidos), pero es que en los pantalones de ese hombre me podía hacer un duplex de seiscientos metros cuadrados con jacuzzi y todo.
Pero bueno, la cosa es que, para no desentonar con la fauna habitual del metro, el buen chaval llevaba puestos en sus orejitas los reglamentarios cascos para escuchar musiquilla con el móvil. No tengo ni idea de lo que estaría escuchando porque, ¡oh, sorpresas de la vida!, lo tenía a un volumen normal, no como esa gente, solidaria como ninguna, que lleva en móviles y radios de coche la música a todo trapo para que, si alguien no puede disfrutar de esos lujos, pueda comprobar de primerísima mano su excelso gusto musical (generalmente basado en un repititivo chumba chumba y profundas letras tipo "te voy a poner mirando para La Meca").
Pero lo importante no era la música, sino que el buen hombre aquel, totalmente invadido por el ritmo, ni corto ni perezoso, se me pone a bailar en pleno andén de la estación.
Ya, diréis vosotros, el típico movimiento de cabeza o el seguir el ritmo dando golpecitos con un pie... ¡Pues no! ¡Una mierda para vosotros! ¡El tío se puso a bailar en plan rey de la pista! Como un Tony Manero cualquiera desplegó todo un repertorio de bamboleantes y no muy depurados pasos de baile mientras llegaba el metro.
Una vez en nuestro vagón pareció darse cuenta de su situación y, durante unos instantes, fue capaz de controlar sus impulsos ante el nutrido grupo de personas que nos apretujábamos a su alrededor pero, ¡ay! ¡El poder de la música es superior al autocontrol de cualquier mortal! ¡Y ahí estaba el tío, desplegando otra vez todo su (escaso) repertorio danzarín ante las divertidas miradas del resto de los pasajeros!
En su favor, he de reconocer que lo vivía extremadamente, tal y como indicaban sus ojos cerrados y su mordido labio inferior.
¡La leche!, pensé, ¡tiene que estar escuchando una música increíble! Era o eso, o que acababa de echar un polvo, porque si no no me explico de dónde salía tantísima felicidad.
No obstante, me alegro sinceramente por él. Tal vez, si bailáramos más y nos preocupáramos menos de lo que pensaran los demás, todos seríamos un poquito más felices.
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!