lunes, 26 de diciembre de 2011

Axiomas Navideños

Según el famoso filósofo Descartes (que era el más facilillo de estudiar en el instituto), un axioma podría definirse como una verdad cierta e inmutable.
Pues iba yo ayer mismo pensando en mi metro que en estas fechas tan entrañables y bonitas y familiares hay un montón de ejemplos de axiomas que se reproducen, casi idénticamente, en un porcentaje bastante revelador de la población (menos en el grupo, del que me excluyo, que tiene unos principios tan sólidos que se la trae al pairo toda la historia ésta de la Navidad).
Axioma número 1: El cambio de actitud.
Ahora, en estos días, todo el mundo es más bueno, simpático, amable y tal. ¿Por qué? La versión oficial habla de que es una época de reflexión personal y demás, pero yo creo que la verdad es que la gente está acojoná de que los puedan ver los Reyes Magos y, si son malos, les traigan carbón. Así, uno puede ver escenas esperpénticas como ese buen hombre que, al ir a aparcar su coche, ve al gorrilla de turno que le llega corriendo a la voz de "¡Jefe! ¡Jefe!" y, en vez de dar marcha atrás con su vehículo y pasarle tres o cuatro veces por encima al muy chupóptero (que es, seamos sinceros, lo que nos apetece hacer a todos), le da el eurazo con una sonrisa y le felicita las fiestas (y además, si la peli es americana, se lo lleva a casa a cenar en Nochebuena con su familia).
Axioma número 2: Días para estar con los tuyos.
Pues eso. En estos días le sube a uno descomunalmente la factura del teléfono (fijo y móvil, y eso que las compañías de los cojones ni nos mandan a casa felicitación ni nada). El motivo: hay que llamar a todo el mundo para felicitarles las fiestas. Aquí, en un primer momento, dividimos inconscientemente a la gente que conocemos en dos grupos. Por un lado tenemos a aquellos que se merecen escuchar nuestras melodiosas vocecillas y con los que hablamos un ratazo enorme (generalmente para preguntarles por la familia y comentar el frío que hace y lo mala que está la cosa) y, por otro lado, a los que (mayoría) les mandamos un mensajillo con el móvil (en ocasiones, a todos el mismo) y que les vayan dando. Pero yo me pregunto: Si hay gente con la que no hablamos en todo el año, ¿no será que no los aguantamos? ¿Aún así hay que llamarles? ¡Pues ellos tampoco nos llaman a nosotros en todo el año! Si acaso, nos mandan un mensaje con su móvil.
Axioma número 3: Yo nada más que probarlo.
En estos días de reuniones sin control (días aciagos para los que, como yo, somos unos antisociales y tenemos más feeling con los animales del zoo que con nuestros conciudadanos), corremos el riesgo de coger unos kilitos de más (quince o veinte) al resguardarnos tras la frase "yo solo probarlo". Independientemente de la fecha y hora en la que visitemos o seamos visitados por alguien, el consumo descontrolado de alimentos está garantizado. Si los visitados somos nosotros, hay que comer para que las visitas no piensen que, por porculeros y coñazo, les hemos puesto por delante algo envenenado y, si la visita la hacemos nosotros, hay que dejar los platos limpios en señal de que nos sentimos alagados por poder degustar los típicos productos navideños que nos sacan todos los años (en muchos casos, dichos productos son literalmente los mismos que nos sacan todos los años). Y todo esto sin hacer referencia a los días más señalados, en los que las comilonas son unas orgías de calorías sin ningún tipo de control.
Axioma número 4: Nunca más en la vida.
En estas fechas, cuando un viaja en metro o, simplemente, va dando una vuelta por la calle, se cruza con un sin fín de personas con expresiones cadavéricas y miradas que reflejan el horrible sufrimiento que experimentan en su interminable y dolorosa agonía, es decir, que la gente suele ir por ahí con una resaca descomunal. Si tenéis ocasión de preguntar a algunos de estos seres casi etéreos las respuestas son siempre las mismas: ellos no querían beber, pero claro, se juntan unos cuantos (que digo yo que armados hasta los dientes y con fotos de sus seres queridos con unos puntos de mira dibujados encima) y los obligaron. Además, ninguno bebió mucho, el problema fue que mezclaron. Y llegados a este punto es cuando uno le pregunta que qué mezclaron (sobre todo para no hacerlo uno, aunque, por lo menos a mí, a la segunda copa ya se me ha olvidado lo que no tenía que mezclar), y la respuesta es más que reveladora: Generalmente, se mezclan tres o cuatro cervecitas antes de la comida/cena, cinco riojitas con la comida, un licor de hierbas, que es muy digestivo, tres o cuatro chupitos antes de abandonar el restaurante y entre cinco y diez cubatas (dependiendo de la economía de cada uno) en la discoteca de después. ¡Ajá! Pues es cierto, el problema es mezclar, ¡pero mezclar en la sangre entre cuatro y ocho litros de alcohol de una sentada!
Axioma número 5: La paga extra fantasma.
Hay un día, terminando el mes de Diciembre, en el que la felicidad nos innvade a aquellos que tenemos la tremebunda suerte de poder "disfrutar" de una nómia fija. Es el día en que nos ingresan la paga extra. Pero como toda felicidad de verdad, de la buena, de la buena, dura menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Entre comidas, compras de regalos, algún caprichito y demás, ese dinero desaparece casi antes de que nos lo hayan ingresado. Parece como si cogiera el Delorean de Regreso al Futuro. Pero lo peor no es que la paga extra desaparezca casi antes de que nos la hayan ingresado, sino que, como nos venimos arriba al ver cómo nos queda la cuenta tras el ingreso, nos terminamos gastando bastante más que el importe de la paga en sí (somos criaturas débiles y tal).
Ahora, como en las revistas de seria divulgación científica tipo Cosmopolitan, me atrevo a presentar los resultados del test:
Si usted solo cumple uno de estos axiomas, es una criatura ruín y despreciable que se merece ser dado de lado por toda la sociedad en estas fechas tan entrañables y morir solo y en la oscuridad.
Si usted cumple entre dos y cuatro axiomas, es también una criatura ruín y despreciable, pero que más o menos se deja invadir por el espíritu navideño y se vuelve, durante unos días, un poquito mejor persona aunque, eso sí, con más kilos y menos neuronas (es el coste de la vida).
Si usted (como es mi caso, debo reconocerlo) cumple con los cinco axiomas, sigue siendo una criatura ruín y despreciable, aunque no se preocupe, ¡tiene muchísimas opciones de no sobrevivir a estas Navidades!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

PD: ¡Feliz Navidad a todos y próspero Año Nuevo!

jueves, 15 de diciembre de 2011

Las apariencias engañan

Cuando a uno le toca trabajar de noche un fín de semana se arriesga a que, cuando sale con ojeras y carita de sueño hacia el metro, pueda toparse con algún que otro personaje pintoresco que, o bien va de recogida tras una noche loca, o bien está tan puteadito (¡el octavo enanito!) como uno y vuelve de trabajar o (peor aún) va hacia su lugar de empleo.
Pues ahí estaba yo soñando con un café calentito y mi cama (a ser posible solo, nada más que para dormir. ¡Qué triste es hacerse mayor!), cuando llegó mi metro. Y claro, inocente de mí, voy yo y me subo, totalmente ajeno a que estaba a punto de fliparlo muchísimo.
A esas horas había otras tres personas en el metro: chavalita mona con cara de sueño, pelo recogido en una cola y un poco más pintada de lo normal para ocultar las ojeras. Tenía toda la pinta de ir a trabajar o a algún sitio igual de desagradable (tanatorio, laboratorio de pruebas con humanos, dentista...). Por otro lado me encontré con un tío de veintitantos con sus vaqueros, sus deportivas de marca, su sudadera inmensa con capucha, sus oros colgando a lo negro del Equipo A y su pelado al cepillo el cual, más que estar sentado, se había dejado caer en el asiento (¡plaf! Tipo peso muerto). Me pareció que venía de recogida tras, como se suele decir, "haberse dado fuerte". También, por último, nos acompañaba una señora cincuentona recién duchada (porque tenía el pelo mojado, más que nada, no es que me hubiese duchado con ella, que tampoco hubiera pasado nada... ¡Ah! Para los que digan que podría ser mi madre, les confirmo que no, yo a mi madre la conozco y es otra señora...), con su faldita color caqui a la altura de las espinillas, su blusa, y su rebequita marrón bien abrochada.
Hasta aquí todo normal. Y siguió siendo normal un ratito, justo, justo hasta cuando empezó a sonar en todo el tren un tema de hip-hop más bien durete. Que la canción (o el destripamiento de gato a causa de brutal atropello, que es a lo que sonaba) estuviera en inglés se supuso un verdadero problema, ya que mi relación con la lengua de Shakespeare es más bien flojilla, tipo la de Jose Luis López Vázquez cuando perseguía las suecas por las playas de Benidorm. No obstante, tras cuatro visitas a Londón, algo pude pillar. Por lo visto, la letra repetía de diversas formas una bonita y romántica idea que, traducida al español, sería algo así como: "¡Ven pa'cá que te voy a dar lo tuyo!"
¡Tate!, me dije, al pelo cepillo se le ha ido ya la pinza definitivamente... Pero no, el chaval estaba medio frito, con las manos en los bolsillos, y sin ningún dispositivo que pudiera reproducir semejante basurilla.
Bueno, pensé, lo mismo la moza de las ojeras bajo el maquillaje necesita un poco de marcha para aguantar lo que fuera que tenía por delante... Pero tampoco. La pobre mía iba con la mirada perdida en el vacío, rememorando la cama calentita en la que había estado durmiendo solo un ratillo antes.
En aquel momento, en el que ya me levantaba para bajarme en mi parada, me fijé en que la señora cincuentona sostenía en la mano un móvil, sin cascos ni nada, que parpadeaba mientras reproducía la pegadiza musiquilla.
¡La leche!, pensé, ¡pero si es la viejuna! Pues sí, a la señora cincuentona le iba, a primerísima hora de la mañana, el hip-hop duro y tirando a guarrete. Lo que me hace pensar que solo hay dos opciones posibles: que las apariencias engañan (y que en su casa tenía un body de látex negro y una fusta, y me parece muy bien), o que su hijo adolescente le había metido la cancioncilla en el móvil diciéndole que era una versión nueva, en inglés, de uno de los grandes éxitos de doña Concha Piquer, el muy mamón.
Cada uno que elija la que prefiera. Yo me quedo con la del látex, por eso del guarreo sucio y tal.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

lunes, 12 de diciembre de 2011

Después del acueducto es todavía peor

Hoy mismo, para variar un poquito, en vez de ir al trabajo he vuelto (sí, sí, aunque lo parezca no vivo en el trabajo ni nada, solo voy de vez en cuando) después de un divertido turno de noche en el que ha quedado patente, nuevamente, que me hago mayor (cada vez me cuesta más) a velocidad absurda.
Pero trabajar a turnos tiene sus cosas buenas. Por ejemplo, yo el acueducto descomunal de la semana pasada lo he visto como a las meigas gallegas, que no existen pero que la gente dice que haberlas hailas. Sin embargo, hoy he descubierto que hasta eso tiene su lado bueno porque, llegando yo a mi metro (¡qué bonito que es mi niño, sobre todo cuando llega para llevarme a casa!) con la satisfacción de saber que me quedan por delante tres bonitos (e inusualmente cortos) días de descanso (que ni descanso ni nada, que para eso ya está el trabajo...) con una sonrisa inmensa en la cara; pruébenlo, como aconseja el gran Quino a través de su personaje más internacional: Mafalda, sonrían los días de diario por la mañana y verán lo divertido que es ir llevándole la contraria a todo el mundo; me encuentro con un panorama absolutamente desolador...
Desolador que les parecerá a las buenas personas, que aman a su prójimo y tal... Yo, que más bien soy un poquito mamoncete con acento en la "uta", disfruto más que Hannibal Lecter de Erasmus en una tribu caníbal centroafricana.
Y así que me encuentro, con la felicidad sincera y absoluta de quien tiene unos diítas de asueto por delante, con un montón de rostros desencajados y cadavéricos. Todos ellos propiedad de los que, a buen seguro, más han aprovechado el acueducto de la semana anterior. Algunas expresiones, de verdad de verdad, eran verdaderamente dramáticas y, por otro lado, absolutamente transparentes. La mayoría, evidentemente, tenían cara de estar cagándose en la ONCE por no haber sacado sus numeritos en el último sorteo y haberles retirado de la dura vida del currante (y más dura que va a ser con el nuevo gobierno, y si no, tiempo al tiempo), tipo el "cacharro" del gran Nacho Vidal. Me encontré con alguno que, creo, incluso se planteaba el suicidio por el doloroso método de escuchar una y otra vez, ininterrumpidamente, el disco de duetos de Raphael y El Fary (que no sé en realidad si existe, pero tendría que ser escalofriante...) o, por concretar un poco más, el disco (que seguro, segurísimo, que no van a sacar en su perra vida) de cierto grupo de flamenquito de infausto recuerdo para todos los asistentes a la cena de Navidad del trabajo, en el que se incluyen sus éxitos "Me dan ganas de hacerme daño escuchándoos", "Me voy a echar ácido en los oídos si seguís cantando" o, el favorito de todos, "¿Por qué me tengo que salir a la calle a fumar si vosotros estáis dentro y también matáis?".
Pero también he visto a alguno que otro con cara de psicopatilla, analizando y planificando mentalmente como iba a asesinarnos a todos los viajeros de su tren, sobre todo a los cabroncetes como yo que íbamos con cara de felicidad (aunque, ahora que lo pienso, creo que yo era el único).
Y es que la vuelta a la vida diaria, después de un acueducto más gordo que el de Segovia, se hace un poquitín cuesta arriba para mucha gente. Suerte que tengo yo (y mis compis y otros currantes de sectores diversos) de trabajar a turnos. Ya que no tenemos puentes ni fines de semana (bueno, sí. Alguno toca de higo a breva...), algo bueno teníamos que tener. Sobre todo a los que, como yo, somos bastante mamoncetes y disfrutamos enormemente observándole el careto al personal...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

miércoles, 30 de noviembre de 2011

¡No me toques las bolas!

Pues sí, ya se van acercando las siempre entrañables fechas navideñas y eso... (como todos los años cuando empieza a hacer frío, vamos), y no es algo que pase desapercibido para nuestros amigos del metro. ¡Qué va! Más bien todo lo contrario. De hecho, sospecho que Papá Noel debe ser accionista mayoritario de la empresa, o está metido en la fábrica y venta de trenes o algo así, ¡no tiene más cojones!
¿Y ésto por qué? Pues porque ayer mismo iba yo en mi metro para mi trabajo (¡buá, buá! ¿Por qué siempre voy al trabajo y no a la Mansión Playboy? ¡Buá, buá!) y, cuando me bajo en la estación de Nervión, cojo yo de mi cartera el bonometro, lo paso responsablemente por la puertecita de nave espacial, paso y, mientras guardo nuevamente en mi cartera el bonometro (porque algo hay que guardar en la cartera, básicamente, y como dinero no hay...), lo que me obligaba a mirar momentáneamente para abajo.
Bien, pues justo en ese preciso momento noto que, cual masculino y contundente central del Athletic Club de Bilbao criado en Lezama, remato peligrosamente de cabeza (supongo que con la intención de despejar el peligro de mi área) alguna cosa que estaba, literalmente, colgada del techo de la estación.
Entonces me da por mirar y compruebo, entre sorprendido y flipándolo bastante, que el metro ha sido totalmente invadido (o, viendo lo visto, más bien violado sin ningún rastro de amor ni de cariño) por el bonito y melancólico ardor navideño, y ahora hay colgadas por todo el techo de la estación unas bolas enormes (pero enormes. De verdad, señores. Absolutamente descomunales) de distintos y nada discretos colores.
Pues sí, lo que tan acertadamente rematé de cabeza fue una de esas absolutamente inmesas bolitas navideñas que, para más inri, están colgadas a una altura que hace más que posible que cualquiera que sea un poquito alto (un metro ochenta y dos que mido yo) se vea casi obligado (porque, de verdad, ¡están por todas partes! Como los charlies en las pelis americanas del Vietnam) a darse el porrazo de rigor tanto, como dicen que las dan los toreros, a la entrada como a la salida.
Pero bueno, la verdad es que también tiene sus cosas buenas, porque uno sale del metro en dirección al trabajo, cabizbajo y tal, y por unos segundos puede rememorar sus años mozos de futbolista y olvidarse un poco de la vida de ahora, la fea que no tenía nada que ver con la que teníamos en la cabeza a esas edades. Además, pues oye, yo que soy bastante tradicional y todo eso, pues sí, pues queda bonito y navideño (aunque estemos todavía en Noviembre, que a este paso la próxima Madrugá sale el Gran Poder con el gorrito de Papá Noel puesto, por eso de no entretenernos mucho que se nos echa el tiempo encima). Y, aparte, te da la emoción añadida de, además de viajar en metro, jugar luego a esquivar las bolitas al salir (que es divertidísimo, de verdad, os lo prometo). ¡Ah, lo que se pierden los que son más bajitos!
Así que nada, que ya me voy a ir dejando invadir (o, si es como con el metro, a violar, que uno ya va teniendo una edad que te hace no poder ponerle demasiadas pegas a esas cosas, que después nos arrepentimos de las ocasiones desperdiciadas) por el espíritu navideño. Todo lo que me rodea me está obligando a ello.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!  

lunes, 21 de noviembre de 2011

Todavía hay clases

Pues sí. No hay más que darse una vueltecita a cualquier hora por cualquier vagón de metro para caer en la cuenta de que las clases sociales están más vivas y diferenciadas que nunca aunque, modernos que somos nosotros más que nadie, las hemos hecho evolucionar un poquito (entendiendo evolución como dejar claro que yo tengo más de lo que sea que tú, y que por eso soy, en resumidas cuentas, mejor en todo).
Ahora ya no hay especial diferenciación de estatus por economía (ya que todos estamos hechos una mierda en este tema, y más que lo vamos a estar...), ni tampoco pertenecemos a una clase social por Providencia Divina, como los monarcas absolutistas (¡Pero si hasta en el Cielo hay crisis! Si no lo creen pásense por Alange, bonito pueblecito cercano a Mérida, y podrán comprobar como la cosa está tan mala que hasta Dios ha tenido que montar un bar para sacarse unas perrillas extras - verídico -).
Ahora la cosa es distinta, pero en realidad está igual. Si uno observa con atención, las clases sociales se ven con absoluta claridad en cada viaje subterráneo. Primero se topa uno con lo que podríamos llamar como "Vieja Burguesía" o "Burguesía Clásica". Todos ahí, con sus ojos y sus narices metidas entre las páginas más o menos amarillentas de un libro (por lo general bastante gordísimo) de los de toda la vida. Este caso es complicado, porque uno no tiene forma de saber si van con el libraco por afición y gusto por la letra impresa de toda la vida o porque están más tiesos que las mojamas del Jota.
Luego están los "20minuteros" o, lo que es lo mismo, estudiantes y currelas más secos que un polvorón en la playa. Estos pobrecitos míos, para leer algo, tienen que hacerse con algún periódico gratuíto de esos que, al leerlos, te dejan un extraño sabor de boca porque, aunque te enteras de cómo está el mundo (mal, eso ya te lo puedo decir yo desde aquí, sin prensa ni nada), nunca extienden las noticias tanto como nos gustaría. Por eso sueles ver caras entre ellos, sobre todo los lunes, que dejan bien a las claras sus pérfidas intenciones de sacar de algún sitio un eurito con veinte céntimos para poderse leer una buena crónica deportiva en el As o en el Estadio Deportivo y enterarse de verdad de lo que pasó en el partido.
Existe también una tercera clase que podríamos llamar "Los aburguesados envidiosillos". ¿Qué estos que son? Pues son los que, estando relativamente tiesecillos o, teniendo cosas más importantes en las que invertir, se niegan (o, generalmente, se les niega) a no enseñar su poderío tecnológico como el que más, y te los ves por ahí sentados, con el portátil en las rodillas, dejándose los ojos para leer cualquier cosa en la pantalla que, como todos sabemos (ellos también, pero las apariencias hay que guardarlas siempre) parpadea constantemente regalándote varios boletos para unas cataratas descomunales dentro de unos añitos. Aún no lo he confirmado, pero existe la posibilidad de que algunos de ellos (al menos los que leen con los cascos enchufados y colocados en las orejas) estén en realidad disfrutando de un poquito de porno duro alemán de los ochenta.
Y, por último, nos encontramos con la "Alta Nobleza" (que no será tan alta, digo yo, cuando se mueven por ahí en metro, o lo mismo es que están muy comprometidos con el Medio Ambiente y lo aman y lo adoran y van por ahí dándole pollazos y besitos con lengua a los arbolitos y tal...). Suele ser gente más o menos joven pero con recursos (la empresa de papá, el enchufe de papá, maté a papá y me quedé con su dinero...) que, en cuanto suben al vagón, desenfundan su e-book superpequeñito y superchuli de la muerte y se ponen a leer como posesos (digo yo que lo de pasar páginas debe ser una tarea agotadora, de ahí su utilidad...). A leer con un ojo, porque con el otro miran al resto del pasaje como diciendo: "¡Mira lo que tengo!" (¡Les daba así...!)
Pero no. Hay otra clase social. La de a los que nos gusta leer, leer de verdad, tochos descomunales de miles de páginas que, en algún momento, enlentecemos para no terminar. De los que nos metemos en las historias y casi que podemos llegar a vivirlas, la de los que preferimos de verdad las páginas amarillentas del libro de toda la vida (porque somos malos y no nos importan los árboles). Pero, tan casados que estamos ya cuando nos subimos al metro, que no nos quedan ganas ni fuerzas de, para cinco minutillos escasos de viaje, cargar con el libro que nos espera, siempre fiel y anhelante, en la mesita de noche de casa para echar un buen rato, porque un libro puede darte muchos buenos ratos en la cama, más aún que con una tele en el cuarto, ¡y no digamos ya con una mujer (u hombre, que de todo hay en la viña del Señor)!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Dedicado a mi compi Julia mietras alzo mi voz al feroz grito de: "¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe!"
 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Ya llegan las elecciones!

Iba yo hoy en mi metro pensando un poquito en las próximas elecciones del día veinte de noviembre. Supongo que lo hacía porque hace poco he tenido la ocasión de ojear los programas electorales de los dos partidos principales. Creo que es algo así como el que, teniendo un buen Cardhu o un Matuzalem en el mueble bar de casa, prefiere meterse entre pecho y espalda un buen tragito de lejía o similar.
La primera impresión que me dieron es que los dos estaban redactados por el mismo equipo: Pajares y Esteso. Por lo demás, escarbando un poco en la palabrería superficial, ofrecen unas soluciones muy válidas para la descomunal crisis que se nos está comiendo con patatas y todo. Por un lado, tenemos el del partido de la rosa (que creo yo que tendrían que cambiar por un cardo borriquero, para que las gentes los identificasen mejor), que viene a decir algo así como que se va a parchear mal y rápido todo lo que se pueda y que mariquita el último, y que los banqueros y los políticos primero (que mujeres y niños hay muchos por ahí). El otro, el de los de la gaviota (que les quedaría mejor, creo yo, un buitre carroñero o, por el nombre del gracioso animalillo, una polla de agua), defiende que se nos de bastante más por el culo a los que tenemos menos voz (para que así, al gritar, se nos oiga menos y no molestemos), con el loable y harto improbable objetivo de que las cifras cuadren un poquito de cara a presentarlas a Europa, y así las potencias del Viejo Continente nos metan "la puntita nada más", en vez de convertirnos en su zorrita thailandesa durante una sesión de sado-maso.
Pero lo malo, lo malo malo de verdad, lo malo como el malo de las películas, es que los del cardo y los del buitre son las únicas opciones reales que tenemos. Porque claro, este país nuestro es poco previsor y deja siempre las cosas para el último momento (¡Ajá! ¡Así que la culpa no es mía, sino del país!), y así nos va. Nos tendríamos que haber juntado unos cuantos y haber hecho nuestro propio partido. Uno de verdad, con intención de cambiar las cosas.
Y así, entre parada y parada, me pongo a darle vueltas al partido que yo fundaría y al programa que habría que presentar. Lo primero: el nombre. Tiene que ser un nombre pegadizo y que conecte con la gente. Fácil: Partido democrático HASTA LOS HUEVOS.
Luego, las promesas. Fácil también porque, como no me van a votar en mi vida, puedo prometer lo que me salga de los cojones.
1. La bandera. Enseñar y presumir de bandera siempre se ha considerado facha y retrógrado. Pues muy bien. Yo solito he encontrado la solución: quitamos el escudito que tiene en el centro y le ponemos la Copa Mundial de la FIFA, ya que solamente cuando España ganó el Mundial a todo el mundo le importó un carajo que se enseñara la bandera por todas partes (y la gente le daba besitos y todo).
2. El himno. Aunque nos ahorramos el ridículo de ver a nuestros deportistas desafinando de lo lindo, tenemos que renococer que incitar, incita poco al patriotismo. Creo que el motivo es que está mayor y tal (a lo mejor si lo versionara Bisbal...). Mi propuesta es que lo cambiemos por el tema de Tito & Tarántula "After Dark". ¡Sí, sí! El que sale cuando baila con la serpiente Salma Hayek en "Abierto hasta el Amanecer". Estoy convencido de que le gustaría más a cualquier hombre (Porque todos los hombres hemos visto esa película o, al menos, esa escena por Internet. Si alguno lo niega, o miente o - preocúpese si este es el caso de su pareja, señora o señorita - no es un hombre. Personalmente, no entiendo como no le dieron un Oscar de algo por ese trocito milagroso de película).
3. Uniforme. Las mujeres, desnudas (en invierno se les facilitará un abrigo transparente, que tampoco es cuestión que se vayan resfriando por ahí). Vale, vale, los hombres también, aunque tras ser evaluados por un tribunal femenino, porque no todos estamos para enseñar y, reconozcámoslo, la mayoría perdemos sin ropa. Pero las mujeres todas, que nosotros no somos (¡Gracias al cielo!) tan exigentes como ellas.
4. Trabajo. En vez de once meses de trabajo y uno de vacaciones, propongo hacerlo justamente al revés: once meses de vacaciones pagadas y uno trabajando (que entre asuntos propios y bajas se queda en una semanita mal contá). (Tengo compañeros a los que aún así, al final, la empresa les debería horas...)
5. Economía. Esta parte parece la más difícil, pero en realidad es más simple que sumar dos más dos. A todos los jefazos, vices, directores, presidentes, consejeros y demás se les quita un 40% de su salario mensual y se reparte entre los currantes de verdad que somos los que sostenemos (lo poco que nos dejan) la economía de este país. ¡O mejor! Se podrían usar esos eurrillos para generar empleo, que al paso que vamos alguno se va a jubilar antes de empezar a trabajar.
¡Pues ya está! Yo, con estos cinco puntitos, estaría más contento que una lechuga (independientemente de que el tribunal femenino considerase si me tengo que despelotar o no). Pero, lógicamente, es todo una quimera imposible. A los que de verdad quieren hacer algo, les cortan la cabeza para que dejen de pensar y, a los de siempre, se la sudamos tan descomunalmente que pasan de exprimirse las neuronas para intentar encontrar soluciones con un mínimo de lógica.
En fín, que ya están aquí otra vez las elecciones. Y yo, en mi metro, me debato encarnecidamente entre dar mi voto a Espinete o a Spiderman. Porque lo que es dárselo a los del cardo o a los del buitre, se los va a dar su puñetera madre.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

sábado, 12 de noviembre de 2011

Perra memoria

Iba yo tranquilamente en mi metro el otro día y, por casualidad, sin ningún motivo aparente, me acordé de alguien que ya no está. Supongo que pasaría alguien con su mismo perfume, o alguna persona entraría en el vagón con una bolsa del pan, o alguien llevaría alguna bata de flores diseñada especialmente para miradas inquietas, como diría mi admirado narrador Héctor del Mar. (¡Sí, sí! ¡El de la lucha libre! ¡Soy un inmaduro infantiloide y todo eso! ¡Pero me da igual lo que diga todo el mundo! ¡Es un deporte de verdad!)
En fín, que se me pasó su imagen por la cabeza y, tras unos segundos de evasión, caí en la cuenta de lo perra que es esta memoria nuestra. Y es muy perra porque, con el tiempo, te manipula los recuerdos y te los presenta enmarcados por uno de esos horteras bordes de página del Word de corazoncitos, manzanitas, caramelitos y esas cosas.
De verdad, jamás conocí a nadie más cabezota, caprichosa, egoísta y pesada. Tenía a gala, además, toda una serie de estravagantes manías repetitivas hasta la saciedad de las cuales, para más inri, jamás se encargo en persona. No. Su estilo era más de dar una constante y chirriante brasa descomunal al primero que cogiera por banda (generalmente a mi hermano Luis, silente -o no tan silente- sufridor del "Un, Dos, Tres", mártir penitente y paciente hasta dejar al Santo Job en las bragas más descomunales del universo).
Todos, o al menos muchos, recordamos habitualmente su recopilación de grandes éxitos (muchísimos más escuchados que los de Raphael, Bisbal o Julito Iglesias): "A ese animal hay que sacarlo", "Súbete tres chatas y ya que vas pastelitos sin azúcar para mí", "Yo lo haría pero es que no puedo" y, el preferido de todos "El brazo, el brazo".
Lo cierto es que la recuerdo malísima y agonizante desde que nací, pero a ver quién era el guapo que la dejaba en tierra cuando tocaba ir por ahí a comer. Ese era otro de sus grandes éxitos: "yo el más chico, quemado y asqueroso de todos". Siempre acompañado por el coro "¡Eso es mucho para mí!", lo que no la privaba de probar (salvajemente) los platos del resto de comensales. ¡Ah! Para terminar, llegaba el número supremo. Independientemente de que estuviéramos en Tasca Manolito, especialidad en serrín por los suelos para que no se huelan los vómitos de los borrachos, o en el Restaurant Puturrú de Fuá, ahí que sacaba ella su bolsa de Cheetos vacía y se ponía a recopilar toda la carne que había sobrado al feroz grito de "para mi perro, para mi perro" (lo que daba lugar a tristísimas escenas nocturnas de mí mismo comiéndome un sandwich de atún mientras el perro me miraba divertido a la vez que se zampaba un solimillo espectacular).
Total, que diecinueve años compartí casa y vida con ella, rebozándome en sus manías y constantes quejas egoístas.
Y ahora, perra memoria esta que tenemos, me acuerdo sobre todo de cierta bandeja con el escudo del Betis, de charlas de sus tiempos de postguerra en la calle Hiniesta, de paseos por el parque con ella y con mi abuelo, de los madrugones para ir a ver a Los Armaos y a Los Gitanos en la mañana del Viernes Santo, el degustar los desayunos en el Becerra, junto al gran Paco Gandía, de su balcón lleno de juguetes en la mañana de Reyes...
En fín. Va a ser que, a pesar de todo (y no me olvido jamás de ninguno de sus grandes éxitos), la echo un poquito de menos. ¡Qué memoria más perra esta nuestra!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Dedicado a mi perra memoria y a la intérprete de tantos y tantos éxitos inolvidables.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La pregunta del millón

Opino que cualquier usuario habitual del metro se cuestionará exactamente lo mismo cada vez que se sube a uno de los trenes. Es como uno de esos grandes interrogantes de la vida que, aunque todos tenemos en la cabeza, no solemos verbalizar ni comentar con los amigos y allegados tomando unas cañas en algún bar.
También podríamos decir que son como las meigas gallegas, que no se saben si existen, pero que haberlas hailas.
Pues a todo esto se parece lo que he convenido en llamar "la pregunta del millón". Pero para poder explicarme necesito antes ponernos un poco en contexto y situación:
Allá cuando yo era joven y tal me llegó el tiempo del segundo hito en importancia de la vida de cualquier hombre (y con hombre me refiero al género masculino exclusivamente, nada de a la totalidad de la humanidad, no vaya a llegar alguna ministra y me cruja por lenguaje sexista y esas cosas..): El coche (el primero, para los más afortunados del lugar, es la desvirgación, preferiblemente sin pagar...)
Y allí que sale uno del concesionario al volante de lo que se haya podido pagar más o menos, con toda la cara de James Bond al volante de su Aston Martin y pensando "¡La ciudad es mía!"
¡Pero no podríamos estar más equivocados! Porque es entonces cuando llega un malo malísimos de esos de las pelis de 007, con parche en el ojo, o dientes de plata, o alguna tara física que solo le capacita para malo de peli o para vender cupones. Además, tiene algún nombre rimbombante tipo "Goldfinger" o "Doctor No". En nuestro caso, el malo malísimo se llama "El Alcalde" y su tara no es exactamente física, sino más bien psicológica (que es tonto del culo, vamos...). Y ahí va el tío, con dos cojones, y por si aún no nos habíamos planteado cargarnos nuestro coche a la espalda y subirlo a casa, visto el asqueroso número de plazas de aparcamiento que hay por la ciudad, se pone a eliminar estas plazas para construír un sanínimo y verdísimo carril bici por todas las principales calles y avenidas de la ciudad (preferentemente por las que antes se podía aparcar con un poco de suerte, previo pago del eurito de rigor al gorrilla de las narices - otro tema del que tendremos que hablar en algún otro momento -).
¡Pero no pasa nada! Pensarán los incautos, también se ha abierto una línea de metro. Así, las malas personas que se niegan a hacer deporte y se esfuerzan en contaminar el aire con sus coches y sufren embolias e infartos cada vez quer intentan aparcar (obsérvense sus miradas asesinas cuando, tras lograr tan loable maniobra, se acerca corriendo el gorrilla al grito de "¡jefe.. jefe...!), pueden hacer uso del transporte público, que es más limpio, más rápido, más cómodo y, sobre todo, ¡lo tiene que aparcar otro!
Pues sí, así estarían establecidas las cosas si este mundillo nuestro en el que mal vivimos tuviera un mínimo de lógica y de sentido común. Pero no. Las cosas no se hacen así.
Esta reflexión es la que me hace plantearme (a mí y seguro que a un buen montón de personas más) la pregunta del millón:
Queridísimos deportistas y amantes de la vida sana: Si ya habéis sido responsables de miles de embolias e infartos en pobres conductores que solo querían llegar tranquilamente a sus casas, si habéis tomado orgullosamente cientos de plazas de aparcamiento para tener un carril (verdísimo, siento insistir, ¡pero es que es muy verde!) por el que "deportear" a vuestras anchas... Entonces, ¿Me podríais decir por qué coño invadís constantemente el metro (único reducto que nos queda a los normales que nos queremos morir y contaminamos y tal...) con vuestras bicicletas, pedazos de hijos de puta?
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 25 de octubre de 2011

Un taller como los de antes

Hoy mismo, aunque no me ha tocado trabajar, me he visto obligado a coger el metro por tener que dejar el coche en el taller, que ya le iba tocando una revisión más o menos a fondo, que no le metían mano desde que la Esteban escribió algo sin faltas de ortografía...
Bueno, como no tenía ni idea de dónde llevarlo, me puse en contacto con mi padre, que tiene amigos hasta en el infierno (como dice el refrán) y me recomendó uno situado cerca de su trabajo.
Y ahí iba yo en mi metro de vuelta a casa, contentísimo por haber dejado mi coche en un taller de los que ya no hay. Como los de antes.
Porque, según lo que iba pensando, ahora vas a un taller de esos modernos y no sabes si estás entrando en un sitio para que te arreglen el coche o en una clínica estética, con spa y todo. Entras por allí y está todo blanco y limpio, perfectamente ordenado. En las paredes, como mucho, algún póster elegante del último ferrari o, si el sitio tiene verdadera clase, del último Mercedes deportivo. Suele haber incluso una sala de espera, con sus sofás, con sus plantitas (habitualmente de plástico, que lo sé yo) y sus revistas (de coches, evidentemente, pero de unos coches que no me podré comprar aunque trabaje hasta los doscientos veintres años), que cuando le llaman a uno no sabe si decirle que tiene que cambiar un manguito o hacerse un implante de mamas.
Y además te atienden unos chavales más pequeños que tú, pulcros hasta imaginar que se levantan tres horas antes para hacerse la manicura, con cara de tener una Licenciatura en Ciencias Mecánicas y un Máster en Colocación Avanzada de Manguitos y otro de Bujología Aplicada a la Máquina de Conducción.
Pero, por fortuna, el taller al que he ido hoy no era así. En absoluto. Era como los de antes, como los que a mí me gustan. Un sitio pequeñajo, sucio y oscuro, tanto, que uno no sabe si va a que le areglen el coche o a comprar drogas. Y las paredes... ¡Como debe de ser! Almanaque descomunal (de 1987 por lo menos) con señora en pelota viva. Absolutamente gráfico, ¡nada de poses elegantes ni tonterías!, y primer plano revelador de lo que por estas tierras se da en nombrar como "gato acostao".
Y ahí que sale a recibirte el mecánico, tropezándose varias veces con todas las porquerías que tiene tiradas por enmedio: viejales gordísimo y medio calvo que lo más extenso que se ha leído en su vida es la alineación del Betis en el As (mejor el As que el Marca por la fotito diaria de la chavalita en la última página, hombre por Dios...). Sucio como si se hubiese arrastrado por un campo de entrenamiento iraquí durante horas, con una camiseta interior de tirantas que le marca el "musculado abdomen" y que, antes de darte una mano absolutamente asquerosa, se la limpia con un trapo (muchísimo más asqueroso aún) que lleva metido en los huevos (desde solo Dios sabe cuándo).
Es entonces cuando, independientemente de lo que tú le dices que quieres que le haga al coche, le abre el capó y desenrosca el tapón de la gasolina para inspeccionar y tal, mientras el tío apura (con dos cojones) un cigarrillo con tres dedos de ceniza consumida colgando justamente sobre la entrada del depósito. Y uno piensa: ¡Joder! ¡Que nos vamos a matar! Pero luego recapacita y se dice: ¡Pues sí señor! ¡Así es como hay que hacer las cosas! ¡Se ve que este tío sabe de esto!
Y es que, como he dicho, ya no hay talleres como los de antes. Una auténtica pena. Ahora lo que se lleva son clínicas estéticas para vehículos (como esta sociedad es cada vez más avanzada y mejor y todos nos queremos mucho, muac, muac...) ¡Ah! ¡Y el coche perfectísimo en solo un par de horas! Definitivamente ya tengo taller para cuando lo necesite. Es que yo soy muy tradicional.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

domingo, 16 de octubre de 2011

Señores pasajeros...

Ayer mismo me ocurrió algo novedoso desde que soy usuario habitual (casi diario) del metro. Iba yo con mi novia hacia el centro para dar un paseíto y gastarnos un dinero que no tenemos y tal cuando, nada más subir a nuestro metro y cerrarse la puertas, un mensaje empieza a sonar repetitivamente por los altavoces de los vagones. No soy capaz de poner en pie las palabras exactas, pero decía algo más o menos así:
"Señores pasajeros, por avería en la línea el servicio normalizado se ha ido a hacer puñetas, así y todo el metro se mueve y hemos cerrado las puertas, atrapándoles sin remisión en su interior (para angustia descomunal de claustrofóbicos varios). Nos estamos pensando además apagar todas las luces, básicamente por joder. Perdón por las molestias, que les vayan dando y muchas gracias."
Y ahí nos encontramos todos los señores viajeros, sin tener ni idea de lo que pasaba en la línea, pero un poco acojonadetes con el mensaje que sonaba una y otra vez (no se nos fuera a olvidar), mirándonos las caras unos a otros con esas expresiones tan típicas de "no pasa nada. Esto me lo como yo con patatas. Total, no tengo nada que hacer hasta que empiece el Betis esta tarde..."
El metro seguía su camino, sin embargo, con bastante normalidad, así que todos (al menos yo), nos pusimos a elucubrar sobre qué leches podría ser lo que ocurría.
Mi primera opción fue pensar que una guerrilla paramilitar bien organizada de albano-kosovares habían tomado el metro con el objetivo de tomarnos a todos como rehenes para exigir la liberación inmediata de Don Pimpón o de otro gerifante peludo de esos que son muy malos y muy peludos pero que siempre están en la cárcel (por eso mismo necesitan que se los libere inmediatamente. Que digo yo que ya puestos, que se busquen otros líderes un poco más espabilados que no se dejen coger). Pero descarté esa opción cuando se me ocurrió que qué leches nos iban a valorar a nosotros las autoridades competentes como objetos de intercambios. Además, con la de años de retraso que han acumulado las obras del metro, sería una putada excesiva que ahora vengan y nos lo rompan. Seguro que eso lo tendría en cuenta una guerrilla militar de albano-kosovares, que en el fondo son buena gente y tal, pero es que la cosa está muy mala.
Así que tuve que pensar en otra cosa, y ahí fue cuando se me ocurrió que Antoñito, empleado del metro y encargado del panel central desde el primer día, al fín había reunido el valor suficiente para decirle a Mari Puri, su compañera del alma, con la que trabaja codo con codo desde el primer día, todo lo que le dictaban sus verdaderos sentimientos hacia ella y ésta, embargada de amor, emoción y guarreo del bueno (como dijo muy acertadamente Woody Allen, el sexo solo es sucio cuando se hace bien), se avalanzó sobre Antoñito para hacerle el amor salvajemente. Y en esas estaban cuando Antoñito, perdida ya toda compostura y tras una rápida bajada de bragas a Mari Puri, la agarra fuertemente por los cachetes y, levantándola, la planta encima del panel central a lo Rocco Sifredi, pero con la mala suerte de que el trasero celulítico y un poco caido de Mari Puri va a presionar exactamente el botoncito que hace que resuene un mensaje pelín preocupante por los altavoces de los metros varios. Si fue este el motivo, de verdad, me parece perfecto.
No obstante, como caí después en la cuenta, lo más probable es que alguno de los metros se hubiese quedado tirado (otra vez, y ya van una barbaridad de montón de veces) en algún punto de la vía y el paso estuviera bloqueado. Pero bueno, al menos nuestro metro llegó sin incidencias (no más que el mensajito de los cojones una y otra vez lo que, ya lo contaré otro día; o si no pregunten a mi hermano; me recordó inevitablemente a Quesos Vega e Hijos) a la parada del centro.
En fín, que creo que no hubiera estado mal lo de los albano-kosovares o lo de Antoñito y Mari Puri (sobre todo esto, porque el guarreo es guarreo, y no está la cosa como para no aprovechar las oportunidades). Al menos así se podría haber enmascarado un poco la incompetencia general (y habitual) del metro y, ¿por qué no?, cambiar un poco la rutina diaria de unos pasajeros demasiado acostumbrado a que les den por el culo como siempre, sin que se innove ni siquiera un poquito.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

jueves, 13 de octubre de 2011

Los borrachos y los niños nunca mienten

Ayer mismo, cuando me monté en el metro de vuelta a casa tras el trabajo (sí, también trabajo los días de fiesta, ¡qué trabajo más perro el mío!), me topé con una bebita regordeta y sonrosada que, sentada en su carro, junto a su mamá, se esforzaba por dar vueltas a un osito que estaba sujeto al interior de un aro, a la par de largaba feroces succiones a su chupete, rosado también (¡faltaría más!), como si de un buen Montecristo se tratara.
Sus ojos azules miraban con odio sincero al osito de los cojones ya que, cuando era la madre la que le daba al bicho, el osito giraba y giraba en el interior de su círculo (supongo que porque la antigüedad es un grado...), mientras que cuando ella, aunando todas sus fuerzas, lograba darle un buen mamporro, que seguro que tenía bien merecido, el muy cabrón a penas se movía un poquito.
Ahí la dejé a ella, muy ocupada en sus elucubraciones, para fijarme, solo unos pocos asientos más hacia allá, en una linda y tierna parejita de quinceañeros que, claramente, estaba en esa edad ("momento choco", que diría mi concuñado) en la que, con el objetivo de reafirmar su recién estrenada personalidad, se visten, peinan y maquillan lo más horriblemente posible.
Entonces me fijé en las miradas cómplices y traviesas que intercambiaban, luchando denodadamente, sin conseguirlo, por ahogar unas risitas enlatadas y chirriantes que se esforzaban en revelar algún oscuro secreto compartido. En aquél momento me fijé en el revelador brillo de sus ojos. Como buen camionero que cubre la ruta de Alabama a Winconsin que soy, supe desde el primer instante que ese brillo ocular no respondía a la explosión hormonal propia de esa edad, ni al amor verdadero que a buen seguro se profesaban el uno al otro. ¡Qué va! ¡A mí no podían dármela con mi extensa (e intensa) experiencia acumulada a lo largo de años y años de lagunas de memoria! Ese brillo era, sin duda, producto del alcohol.
Y... ¡Efectivamente! Medio escondidos entre sus manos portaban, cada uno de ellos, sendos botellines de la Cruz del Campo a medio vaciar.
Tras superar la horrible y corroante envidia inicial, pude caer en la cuenta de lo duros, rebeldes y maduros que debían ser ambos para llevar a cabo un gesto de protesta, rayando la ilegalidad (por no decir zambulléndose placenteramente en ella), contra una sociedad que, por definición, amarga a los jóvenes, ahogándolos en un picado mar de falta de oportunidades reales de subsistencia. Sí, seguro que era eso, una acción protesta bien pensada, generada en una profunda reflexión de la realidad que les rodea y cargada de simbolismo. Aunque, en realidad, existía otra opción para explicar su gesto: Eran tontos. Tontos del culo.
Ahí estaba yo, inmerso gustosamente en mi debate mental, cuando un ruido devolvió mi atención a la bebita sonrosada del principio.
A los pies de su carrito, lanzado desde las alturas, el osito y el aro se habían ido a hacer puñetas. ¡Tiene futuro!, pensé. Como no había sido capaz de entender cómo funcinaba, se lo carga. Igualito, igualito que la inmensa mayoría de los líderes políticos y sociales de ésta nuestra comunidad. ¡Para Presidenta del Gobierno fijo!
En aquel momento se giró hacia mí y, dejándose caer en el carro, me miró con esos ojazos azules suyos y una expresión que decía claramente (creo que había sido capaz de leerme el pensamiento): ¡Sí! ¡Los de los botellines son tontos!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

martes, 11 de octubre de 2011

Asientos vacíos y dispositivos de invisibilidad

Creo que hay una cosa muy curiosa que cualquiera puede comprobar con facilidad cada vez que se sube en un metro. Bueno, en realidad hay dos cosas.
La primera son los sofisticados y aún solo de uso experimiental dispositivos de invisibilidad absotuta o, como son comúnmente conocidos por el gran público, poco cultivado en terminología aeroespacial de tan ultimísima generación, los auriculares para escuchar música en el móvil.
Ves ahí a la gente que entra, se sienta y se coloca sus auriculares y, al instante, se vuelven completamente invisible para con todo y para con todos los que hay a su alrededor.
Entonces es cuando yo me imagino que, a causa del fín del mundo, de la conjunción de los astros, del programa de Sánchez Dragó, o de la intolerable maldad de la especie humana, se abre un horrible vórtice desde el inframundo, conectando exactamente con la red de metro, y aparecen, más que dispuestos a acabar de una vez por todas con la humanidad, todas las legiones del Averno, compuestas por demonios y criaturas deformes y sanguinarias que van sembrando el caos y la destrucción a su paso... ¡Pero no pasa nada! Los de los cascos en las orejotas ni se inmutan, sabedores con tranquilidad de que su presencia no puede ser detectada ni por el mismísimo Dios, que baje de los cielos para invitarles a unas cañas. O, al menos, así se comportan desde el mismo instante en que se los ponen en sus pabellones auditivos (nota pedante de hoy...). Creo yo que, al menos, deberían preocuparse de que, debido al poder especial que esos circulitos acolchados les otorgan, deberían tener cuidado de que no fuera a ir alguien y sentárseles encima. ¡Pero no! ¡Son lístos los tíos (y tías)! Y son perfectamente conocedores (debe ser por el uso de tecnología tan avanzada) de la otra cosa curiosa en la que cualquiera puede fijarse cuando se sube a un metro. Yo lo llamo "El axioma de los asientos vacíos" y su formulación podría (y debería) ser más o menos así: "Siempre que existan tres asientos en el lateral de un vagón de metro y los dos de los extremos se encuentren ocupados por personas que no tienen la más mínima relación entre sí, el asiento del centro se encontrará siempre libre, tendiendo a ser ocupado, muy ocasionalmente, por otra persona que se sentirá inexplicablemente fatal por lo que acaba de hacer"
¡Pues sí! En los medios nos llenan la cabeza (y nos quitan las ganas de llenarnos los estómagos) con un montón de panfletadas sobre la unión social del tipo "apadrina a un negrito" (por que si el chaval que está superputeado es de aquí, que le den por el culo...) o "cuida el mundo que le vas a dejar a tus hijos" (si alguna ves tu pareja y tú tenéis la inmensa suerte de trabajar los dos y, tras hacer frente a una hipoteca, a un coche, a la luz, el agua, el gas, la gasolina, seguros varios...os quedan ganas (y sobre todo unos centimillos sueltos), más que de cortaros la venas, de traer un niño al mundo para dejaros los cuernos en darle una vida que sea un poquito mejor que la vuestra). Pues desde las altas esferas son cosas de este tipo las que quieren que hagamos. Y yo me pregunto: ¡Pero si no siquiera somos capaces de sentarnos unos junto a otros en el metro! ¿Cómo vamos a lograr ser una sociedad un poquito (solo un poquito, porque el esfuerzo cansa y tal) más humana? O a lo mejor es que ya lo estamos siendo, porque últimamente, el ser humano se está convirtiendo, a pasos agigantados, en un hijo de puta descomunal.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Aunque sea poca cosa, dedicado a una gata que, como yo, ya ha descubierto la de hijo de puta que hay suelto por ahí, sin correa ni nada. Seguro que ahora está comiendo del mejor caviar.    

lunes, 10 de octubre de 2011

De chicles y crepes

Iba yo el otro día montado en mi metro, volviendo del trabajo, cuando me fijé en algo que me resultó, cuanto menos, curioso. Vi un chicle pegado en el metro. Parecía reciente. Si me concentraba un momento hasta podía oler todavía el aroma a menta, o quizás fuera hierbabuena, nunca se me han dado muy bien los olores, supongo que a causa de mi largo historial de fumador a lo carretero de la ruta de San Morondongo de Abajo a Brutotes del Río.
Pero bueno, que lo que me llamó la atención no fue el chicle en sí mismo, sino el lugar en el que descansaba pacientemente tras soportar horas de mastiqueo incansable. El chicle estaba pegado en el techo del vagón. Mi primera idea fue que alguno de los hermanos Gasol se había estado dando una vuelta por los subterráneos de Sevilla porque, si no, no se me ocurría cómo había podido llegar hasta allí aquel chicle. Aunque unos segundos después se me pasó por la cabeza otra opción: tal vez la mona chita estuviera de gira en la ciudad y ofreciera demostraciones gratuítas para captar público para su espectáculo (como la cosa está tan mala...).
Pero en aquel momento recordé un imposible de la física que posibilitó que una masa informe (como un chicle, mismamente) llegara a un techo aún más alto que el del metro. Me explico:
Hace ya algunos años, mis padres permitieron que, al fín, mi novia y yo pasáramos unos tranquilos y románticos días de verano en la casa que tienen ellos en la Costa del Sol. Caía ya la tarde y, como estábamos en plena pretenporada futbolera, Canal Sur retransmitía un interesantísimo partido amistoso del Sevilla contra un equipo portugués de cuyo nombre no quiero acordarme (¡Toma ya! ¡Cultivado el chiquillo!). Era un amistoso típicos de esa fecha, de esos de trofeos para todos al terminar, en plan Copa Danone.
Mi queridísima novia, en un detalle de grandeza y cariño sin igual, me dijo que me sentara tranquilamente en el sofá a ver el partido y a degustar una cerveza bien fresquita. Ella se encargaría de hacer la cena: haría crepes. ¿Acaso hay algo menos nocivo, peligroso y beligerante que unos crepes? ¡Pues claro que no!, diréis. No podríais estar más equivocados.
Allá que corría el minuto veinte del partido sin que ninguno de los jugadores de ambos equipos diera una carrera aunque les fuera la vida en ello. Aunque a mí lo que me valía era el haberme escaqueado de la cocina. En aquél momento, densos nubarrones negros cubrieron el cielo de la playa mientras de la cocina salía, a un volumen atroz, un sonido agónico y metálico. Fue como si algún dios rencoroso hubiera rasgado el cuerpo de uno de los temidos Titanes de la mitología griega (¡y sigue el tío! ¡No se puede ser más pedante!). En mi profunda sabiduría, decidí hacerme el sueco y seguir disfrutando del aburridísimo partido. Sea lo que fuere que había pasado, no tenía nada que ver conmigo. Pero entonces, ¡oh, horrible destino!, una vocecilla suave, poco más que un susurro, emanó de la cocina con el objetivo de mis oidos y pronunció las palabras exactas: "Dani... No vengas..."
Al instante, me levanté del sofá y me asomé a la cocina. Para los seguidores de las diferentes teorías de la conspiración, he de confesar que las imágenes borrosas de Kabul durante la Guerra de Irak no son en realidad lo que desde las noticias nos estaban vendiendo. La verdad es que eran imágenes tomadas de la cocina de la casa veraniega de mis padres en el mismo momento en que se me ocurrió ir a echar un vistazo.
La masa de los crepes, mucho más numerosa y mejor organizada y entrenada que mi pobre novia, había decidido invadir la cocina. Y allí me planté yo, en mitad de la estancia, comprobando anonadado cómo la escurridiza masa se extendía por el suelo, paredes, electrodomésticos, muebles y, por supuesto, y muy especialmente, por el techo. Junto a mí, totalmente superada por un ataque tan violento como injustificado por parte de la cruel masa de crepes, mi queridísima novia me miraba con unos enormes ojos de dibujito manga, balbuceando una serie de justificantes que a mí me sonaban a rueda de prensa de entrenador derrotado: No hay rival pequeño... Cuando la pelotita no quiere entrar... La culpa fué del árbitro...
En fín, que me olvidé del fútbol y, arremangándome, me puse a limpiar mientras la mandé al cuarto, castigada por haber perdido la cocina sin presentar una resistencia más feroz.
Chicles y crepes...  Puede que un techo no sea el lugar más normal del mundo donde encontrarlos pero, os lo puedo jurar, a veces pasan cosas que los ponen precisamente ahí, igual que aquella vez, en la casa de vacaciones de mis padres, mi tensión llegó también hasta el techo.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje! 

domingo, 9 de octubre de 2011

La carrera nocturna

Pues sí. Iba yo en mi metro hacia el trabajo como uno debe ir cuando le toca un turno de noche en un bonito y divertido sábado: Mochila a la espalda, hombros caídos, cabeza gacha y repasando mentalmente el centenar largo de cosas muchísimo más interesantes que lo que se extendía ante mí durante las próximas y larguísimas horas, y que podría estar haciendo en ese preciso momento o a lo largo de tan agradable noche (agradable para cualquier cosa excepto para ir a trabajar).
Entonces, justo cuando me subo al vagón, compruebo horrorizado cómo el metro ha sido invadido por una multitudinaria legión sana y sonriente (sobre todo sana, creo yo) de personas en calzonas, con zapatillas de deporte y dorsales fluorescentes cogidos con imperdibles a sus camisetas.
¡Ya está!, pensé, ¡por fín la gente se ha dado cuenta de cómo está este país nuestro y se largan de aquí corriendo! Y, por supuesto, en un país tan civilizado, moderno y europeo como España, uno no se puede ir corriendo de cualquier manera, echándose al monte sucios y zarrapastrosos como los maquis en los años oscuros de la Guerra Civil. ¡Nada de eso! Si aquí hay que salir huyendo, hay que hacerlo bien uniformados y con dorsales identificativos, no vaya a ser que luego nos vean por la tele nuestros congéneres europeos y digan eso de que "África empieza en los Pirineos" mientras menean sus cabezas en gesto desaprobatorio.
Pero no. Metiendo un poco la oreja en las conversaciones que me rodeaban, pude cerciorarme de que la gente todavía no se plantea la huída. Aquí siguen aguantando los tíos, como auténticos campeones.
El motivo del desfile de calzonas de equipos futboleros, deportivas especialmente diseñadas para miradas inquietas, camisetas viejas de propaganda que anunciaban negocios de electricidad, fontanería o bares familiares cuya especialidad es la simpatía (lo cual, por otra parte, nunca he entendido. Yo voy a un bar a comer y a beber. Si quiero que me cuenten chistes veo El Club de la Comedia), era en respuesta a una bonita iniciativa de nuestro Excelentísimo Ayuntamiento: La celebración de una carrera nocturna.
Y allí estaba yo, rodeado de muchachitas que, claramente por su aspecto, solo habían corrido en su vida para coger un buen sitio cerca del escenario en el último concierto del grupito de moda de chavalitos guapetones pero sensibles que cantan al amor con letras edulcoradas y romanticonas escritas por abueletes maduritos y desengañados de la vida que necesitan la pasta para llegar a fín de mes. También me encontré con algún que otro grupo de amiguetes, jóvenes todos ellos hasta la desesperación y que, a buen seguro, después de los primeros cincuenta metros de carrera tendrían que pararse a recuperar el aliento (¡hay que ver qué malo es el tabaco, sobre todo aliñado!) y, ya puestos, entrar en un bar a echar unas cervecitas.
No obstante, reconozco también que pude ver, apartando un poco la maleza, a uno o dos deportistas de verdad, con las zapatillas gastadas y el cuerpo fibroso de salir a correr a diario hasta que, por el sudor, sus camisetas se les pegan al cuerpo como si se trataran de una segunda piel. A esos sí. A esos sí les digo: ¡Ole tus cojones! (Sobre todo porque eso de salir a correr todos los días es un concepto que, aplicado a mí mismo, me hace rememorar documentales y artículos de prensa sobre los campos de concentración nazis). A los demás, pues no, pues mire. Me parece perfecto un plan sano en vez de irse por ahí a hacer botellona (¡Sí, he dicho "botellona"! ¡Lo de "botellón" es de Despeñaperros para arriba!) pero, la verdad, la ciudad no está como para que se corten más calles para que la chavalería de turno haga su paripé y se sientan muy sanos y viviendo mejor, y tomando Bífidus y yogures para cagar mejor, y leche de soja y hambuerguesas de tofu.
En fín, que disfrutan de su par de horas de vivir en conjunción con el planeta, los astros y las madres que les parieron, para luego irse a casa del amigo y la amiga, cambiarse de ropa, y lanzarse a una noche de copas de garrafón y cigarritos por aquí y cigarritos por allá.
Pero, evidentemente, lo de ellos, su carrera nocturna, es más sano, vital e importante que lo mío: diez horas de trabajo nocturno. Lo malo, claro, es que su deporte es correr y el mío, a mi pesar, es luchar por llegar a fín de mes. Así que, por mucho que corra (lo que viendo el tráfico de la ciudad es una opción muy a tener en cuenta), nadie me va a quitar mis horitas de trabajo para ganar un mísero salario mientras otros cumplen como nadie en pro de la vida sana. Y, digo yo, ¿no cansa más lo mío? Por esa lógica yo debo estar haciendo más deporte que ellos, ¿pues entonces por qué estoy fondón y toso como un viejo de setenta años? Va a ser que la vida no es justa...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!      

sábado, 8 de octubre de 2011

Los príncipes de Bel-Air

Salir de trabajar a las ocho de la mañana hace que tus ojos y tu mente anden bastante desconectados entre sí durante un buen rato. En realidad, tiene su punto percibir las cosas como envueltas en una bruma invisible. Casi parece que uno no es más que un espectador sentado frente a un escenario donde las cosas ocurren demasiado deprisa pero que, en ningún caso, tienen nada que ver con nosotros mismos. Es una sensación parecida a la que te provocan el consumo de algunas drogas, pero esta forma de conseguirla es, con mucho, bastante más barata (y, desde luego, más sana).
Pues ahí estaba yo, con mi mochila al hombro y cara de no enterarme mucho de lo que pasaba, esperando el metro que me llevaría, por fín, a mi cama. En realidad me resulta un poco preocupante una necesidad que últimamente se me presenta con más fuerza según va pasando el tiempo: Necesidad de cama, ¡pero solo! ¡Nada más que para dormir! (Gravísimo esto...)
En fín, que allí estaba yo envuelto en la piedra y el metal que configuraban la gélida estación cuando entraron, charlando animadamente (siento no poder decir sobre qué, ya que no entiendo ni una palabra de francés. Mis idiomas, aparte del español, se extienden en una poderosa red por Bolivia, Perú, Argentina, Guatemala, Honduras, México y demás), dos negros descomunales (¡sí! ¡He dicho negros! Nunca he entendido muy bien la expresión "de color". ¿De qué color? ¿Verdes con lunares lilas? ¿Cómo un traje de flamenca?) con sus ropajes coloridos, demasiado para esas horas tan tempranas, sus gorras de algún equipo de algo, y unas cadenas y unos anillos de oro con aspecto de ser tan pesados que su uso habitual debe garantizar un bono descuento con algún buen fisioterapeuta. Es más, posiblemente te regalen el bono al adquirir tamaña quincalla.
Un par de minutos después llegó nuestro metro. Es digno de ver las caras de la gente de camino al trabajo (aquellos que aún tienen la inmensa suerte de tener un trabajo al que ir). Parecen una especie de gárgolas inamovibles con una expresión de pesar infinito en el rostro. A veces, generalmente en la figura de un niño o niña con la mente aún poco desarrollada, se encuentra uno con expresiones de felicidad, además de con una actividad física impropia de la hora y del momento y que, habitualmente, es sancionada despiadadamente por el resto de ocupantes del vagón con miradas asesinas hacia la criaturita.
Bien, pues nuestro metro estaba razonablemente repleto de almas cuando subimos y, he aquí, que mi mente me hizo entender de golpe y porrazo un concepto tan concreto como impensable para los sucesos del momento: la burbuja.
Todos recordamos los botecitos que nos compraban cuando éramos pequeños y con los que jugábamos a hacer pompas de jabón soplando suavemente por un arito de plástico, generalmente de color verde. ¡Sí hombre! Hablo de esas cosas que tenían en el tapón un juego de meter unas bolitas metálicas en los agujeritos de un dibujo estridente.
Pues bien. Lo que ocurrió al subirnos en el metro me recordó inevitablemente a esas pompas de jabón. A pesar de estar bien cargado, los dos negros, sin dar ninguna muestra de percibir nada extraño, se sentaron sin dejar su cháchara en un par de asientos que acababan de quedarse libre en nuestra misma estación. A ambos lados también había asientos libres pero, cosas de la vida, los pasajeros del metro parecían no tener ningunas ganas de sentarse. Es más, actuaban como si ahí no hubiera nadie o, más bien, como si esa porción del metro no existiera. Simplemente parecía que a aquel vagón le faltaba un trozo del fuselaje. Tan bien lo hacían todos que me tomé un buen montón de segundos en fijarme si podía ver las paredes del túnel a través del suelo y los asientos, aunque al parecer mi vista estaba aún demasiado cansada como para poder hacerlo, con lo que no me quedó otra que sentarme junto a aquellos dos pasajeros que, no lo descarto por el comportamiento de mis congéneres, bien pudieran ser fantasmas.
Y ahí fuí tranquilamente hasta llegar a mi destino. Ellos aún siguieron adelante. Mientras salía de la estación deseé que, al llegar a su destino, no se toparan con un grupo de capirotes blancos (tan fáciles de conseguir en esta ciudad) y cruces llameantes. Sé que os parecerá poco creíble, pero vosotros no vísteis las miradas de la gente que viajaban con nosotros.
¡Y la cosa está como para jodernos los unos a los otros! En fín, supongo que es que ellos eran negros...
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

viernes, 7 de octubre de 2011

La teta

La teta, el pecho, la pechuga, el seno, el melón, la mamella... Pues sí, sé que es un sitio raro, pero ahí estaba ella (y su teta también), sentada en uno de los coloridos asientos del vagón junto a una amiga y, a su alrededor, sentados o de pie, estábamos todos los demás.
Era sábado noche (maldito trabajo el mío) y, con sus veintipocos años (como mucho) se había esmerado con todo su ser para ponerse lo más guapa posible ya que, no nos engañemos, el culto a la imagen es un valor prioritario en nuestra sociedad.
Bueno, la cuestión es que había conseguido su objetivo con bastante acierto. Su sombra de ojos resaltaba atractivamente sus ojos verdes, de ese tono que toma el agua de un lago durante las primeras horas de la mañana, y el pintalabios escogido era bastante elegante, perfilando las líneas de su boca con suavidad y, como a mí me gusta, sin resaltar demasiado con la tonalidad del rostro. La falda corta y los taconazos enmarcaban una botinas y bien formadas piernas, de esas frente a las que uno se tiene que esforzar para no quedarse mirando al cruzarse por la calle. En fín, que estaba más que preparada para pasar una gran noche de fiesta.
Pero, maldita sea su suerte, la distraída conversación con su amiga en conjunción con el generoso escote de su blusa le jugaron una mala, muy mala, pasada aquella noche de sábado. Por capricho de azar, su pecho izquierdo había saltado del sujetador (blanco de encaje, para más señas) y ahora vagaba libre y disfrutando del paseo en metro.
¡Y tú seguro que miraste! Me podréis decir. ¡Pues claro! Pero, en realidad, más que aquel joven y turgente seno, que se mecía con el traqueteo de los vagones, me llamaron la atención un buen puñado de pares de ojos con los que crucé miradas durante el trayecto que compartimos.
La verdad es que había de todo. Jóvenes de miradas divertidas que comentaban unos con otros su descubrimiento y que, a buen seguro, ya se habían montado la película completa en sus inmaduras cabecitas. Señores maduritos con los ojos inyectados en sangre ante la visión de una carne fresca que, en la mayoría de los casos, tendrían más que olvidada si no fuera por sus Visa Oro. Me fijé incluso en señoras, madres de familia, que miraban a la pobre muchacha con expresiones que parecían decir: "¡Pero mírala, si es que va provocando! ¡Después pasan las cosas que pasan!", como si a ellas nunca se le hubieran visto las bragas (en el caso afortunado en que las usaran o usasen) al agacharse para coger algo de los estantes más bajos de sus supermercados habituales.
Pero lo que me pareció más raro; la teta no, la teta me pareció bastante bonita; fue la cobardía y autocomplacencia generalizada. A lo mejor me pareció tan raro porque, en realidad, es de lo más normal. Nadie, absolutamente nadie (entre los que lamentablemente me incluyo), le hizo algún gesto o la advirtió de su desliz. ¿Por qué? ¿Por vergüenza? Creo que ella lo habría agradecido con todo su corazón (sí, el que estaba debajo de esa parcela de carne). ¿Por disfrutar del espectáculo? ¡Pero por Dios! ¡Si en cualquier página web te salen anuncios de novias rusas que acaban de darse cuenta de que eres el hombre de sus vidas!
Y, en fín, así seguimos todos. Ella distraída con la charla de su amiga y, todos los demás, haciendo juicios más o menos profundos (y, sobre todo, más o menos castos), sobre el ligero incidente.
Al poco rato tuve que bajarme, así que desconozco cómo terminó la historia. Espero y deseo que alguien la avisara. Así aún podría conservar algo de la escasa fe que tengo en esta deshumanizada humanidad. Yo no lo hice, así que la fe que tengo en mí ha decaído bastante.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!