sábado, 5 de noviembre de 2011

La pregunta del millón

Opino que cualquier usuario habitual del metro se cuestionará exactamente lo mismo cada vez que se sube a uno de los trenes. Es como uno de esos grandes interrogantes de la vida que, aunque todos tenemos en la cabeza, no solemos verbalizar ni comentar con los amigos y allegados tomando unas cañas en algún bar.
También podríamos decir que son como las meigas gallegas, que no se saben si existen, pero que haberlas hailas.
Pues a todo esto se parece lo que he convenido en llamar "la pregunta del millón". Pero para poder explicarme necesito antes ponernos un poco en contexto y situación:
Allá cuando yo era joven y tal me llegó el tiempo del segundo hito en importancia de la vida de cualquier hombre (y con hombre me refiero al género masculino exclusivamente, nada de a la totalidad de la humanidad, no vaya a llegar alguna ministra y me cruja por lenguaje sexista y esas cosas..): El coche (el primero, para los más afortunados del lugar, es la desvirgación, preferiblemente sin pagar...)
Y allí que sale uno del concesionario al volante de lo que se haya podido pagar más o menos, con toda la cara de James Bond al volante de su Aston Martin y pensando "¡La ciudad es mía!"
¡Pero no podríamos estar más equivocados! Porque es entonces cuando llega un malo malísimos de esos de las pelis de 007, con parche en el ojo, o dientes de plata, o alguna tara física que solo le capacita para malo de peli o para vender cupones. Además, tiene algún nombre rimbombante tipo "Goldfinger" o "Doctor No". En nuestro caso, el malo malísimo se llama "El Alcalde" y su tara no es exactamente física, sino más bien psicológica (que es tonto del culo, vamos...). Y ahí va el tío, con dos cojones, y por si aún no nos habíamos planteado cargarnos nuestro coche a la espalda y subirlo a casa, visto el asqueroso número de plazas de aparcamiento que hay por la ciudad, se pone a eliminar estas plazas para construír un sanínimo y verdísimo carril bici por todas las principales calles y avenidas de la ciudad (preferentemente por las que antes se podía aparcar con un poco de suerte, previo pago del eurito de rigor al gorrilla de las narices - otro tema del que tendremos que hablar en algún otro momento -).
¡Pero no pasa nada! Pensarán los incautos, también se ha abierto una línea de metro. Así, las malas personas que se niegan a hacer deporte y se esfuerzan en contaminar el aire con sus coches y sufren embolias e infartos cada vez quer intentan aparcar (obsérvense sus miradas asesinas cuando, tras lograr tan loable maniobra, se acerca corriendo el gorrilla al grito de "¡jefe.. jefe...!), pueden hacer uso del transporte público, que es más limpio, más rápido, más cómodo y, sobre todo, ¡lo tiene que aparcar otro!
Pues sí, así estarían establecidas las cosas si este mundillo nuestro en el que mal vivimos tuviera un mínimo de lógica y de sentido común. Pero no. Las cosas no se hacen así.
Esta reflexión es la que me hace plantearme (a mí y seguro que a un buen montón de personas más) la pregunta del millón:
Queridísimos deportistas y amantes de la vida sana: Si ya habéis sido responsables de miles de embolias e infartos en pobres conductores que solo querían llegar tranquilamente a sus casas, si habéis tomado orgullosamente cientos de plazas de aparcamiento para tener un carril (verdísimo, siento insistir, ¡pero es que es muy verde!) por el que "deportear" a vuestras anchas... Entonces, ¿Me podríais decir por qué coño invadís constantemente el metro (único reducto que nos queda a los normales que nos queremos morir y contaminamos y tal...) con vuestras bicicletas, pedazos de hijos de puta?
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

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