lunes, 21 de noviembre de 2011

Todavía hay clases

Pues sí. No hay más que darse una vueltecita a cualquier hora por cualquier vagón de metro para caer en la cuenta de que las clases sociales están más vivas y diferenciadas que nunca aunque, modernos que somos nosotros más que nadie, las hemos hecho evolucionar un poquito (entendiendo evolución como dejar claro que yo tengo más de lo que sea que tú, y que por eso soy, en resumidas cuentas, mejor en todo).
Ahora ya no hay especial diferenciación de estatus por economía (ya que todos estamos hechos una mierda en este tema, y más que lo vamos a estar...), ni tampoco pertenecemos a una clase social por Providencia Divina, como los monarcas absolutistas (¡Pero si hasta en el Cielo hay crisis! Si no lo creen pásense por Alange, bonito pueblecito cercano a Mérida, y podrán comprobar como la cosa está tan mala que hasta Dios ha tenido que montar un bar para sacarse unas perrillas extras - verídico -).
Ahora la cosa es distinta, pero en realidad está igual. Si uno observa con atención, las clases sociales se ven con absoluta claridad en cada viaje subterráneo. Primero se topa uno con lo que podríamos llamar como "Vieja Burguesía" o "Burguesía Clásica". Todos ahí, con sus ojos y sus narices metidas entre las páginas más o menos amarillentas de un libro (por lo general bastante gordísimo) de los de toda la vida. Este caso es complicado, porque uno no tiene forma de saber si van con el libraco por afición y gusto por la letra impresa de toda la vida o porque están más tiesos que las mojamas del Jota.
Luego están los "20minuteros" o, lo que es lo mismo, estudiantes y currelas más secos que un polvorón en la playa. Estos pobrecitos míos, para leer algo, tienen que hacerse con algún periódico gratuíto de esos que, al leerlos, te dejan un extraño sabor de boca porque, aunque te enteras de cómo está el mundo (mal, eso ya te lo puedo decir yo desde aquí, sin prensa ni nada), nunca extienden las noticias tanto como nos gustaría. Por eso sueles ver caras entre ellos, sobre todo los lunes, que dejan bien a las claras sus pérfidas intenciones de sacar de algún sitio un eurito con veinte céntimos para poderse leer una buena crónica deportiva en el As o en el Estadio Deportivo y enterarse de verdad de lo que pasó en el partido.
Existe también una tercera clase que podríamos llamar "Los aburguesados envidiosillos". ¿Qué estos que son? Pues son los que, estando relativamente tiesecillos o, teniendo cosas más importantes en las que invertir, se niegan (o, generalmente, se les niega) a no enseñar su poderío tecnológico como el que más, y te los ves por ahí sentados, con el portátil en las rodillas, dejándose los ojos para leer cualquier cosa en la pantalla que, como todos sabemos (ellos también, pero las apariencias hay que guardarlas siempre) parpadea constantemente regalándote varios boletos para unas cataratas descomunales dentro de unos añitos. Aún no lo he confirmado, pero existe la posibilidad de que algunos de ellos (al menos los que leen con los cascos enchufados y colocados en las orejas) estén en realidad disfrutando de un poquito de porno duro alemán de los ochenta.
Y, por último, nos encontramos con la "Alta Nobleza" (que no será tan alta, digo yo, cuando se mueven por ahí en metro, o lo mismo es que están muy comprometidos con el Medio Ambiente y lo aman y lo adoran y van por ahí dándole pollazos y besitos con lengua a los arbolitos y tal...). Suele ser gente más o menos joven pero con recursos (la empresa de papá, el enchufe de papá, maté a papá y me quedé con su dinero...) que, en cuanto suben al vagón, desenfundan su e-book superpequeñito y superchuli de la muerte y se ponen a leer como posesos (digo yo que lo de pasar páginas debe ser una tarea agotadora, de ahí su utilidad...). A leer con un ojo, porque con el otro miran al resto del pasaje como diciendo: "¡Mira lo que tengo!" (¡Les daba así...!)
Pero no. Hay otra clase social. La de a los que nos gusta leer, leer de verdad, tochos descomunales de miles de páginas que, en algún momento, enlentecemos para no terminar. De los que nos metemos en las historias y casi que podemos llegar a vivirlas, la de los que preferimos de verdad las páginas amarillentas del libro de toda la vida (porque somos malos y no nos importan los árboles). Pero, tan casados que estamos ya cuando nos subimos al metro, que no nos quedan ganas ni fuerzas de, para cinco minutillos escasos de viaje, cargar con el libro que nos espera, siempre fiel y anhelante, en la mesita de noche de casa para echar un buen rato, porque un libro puede darte muchos buenos ratos en la cama, más aún que con una tele en el cuarto, ¡y no digamos ya con una mujer (u hombre, que de todo hay en la viña del Señor)!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Dedicado a mi compi Julia mietras alzo mi voz al feroz grito de: "¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe!"
 

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