martes, 22 de mayo de 2012

Un par de miserables e inofensivos sandwiches

Iba yo el otro día en mi metro rememorando un divertido suceso de una noche reciente (a ver, si en el metro no pasa nada, pues a mí se me va la cabeza por ahí y me pongo a pensar en mis cosas). Fue día de limpieza en casa; es decir, yo lo limpio todo y mi queridísima y lindísima pareja no levanta la nariz de sus apuntes en el escritorio, aunque, alérgico "perdío" que ando últimamente, me escuche echar los pulmones por la boca (como es su obligación, que bastante tiene ya la pobre mía con lo suyo).
Total, que llegando la hora de cenar, aparece ella envuelta en un halo de pura luz celestial como si de un ángel se tratara (no olvidemos que el propio Satanás fue un ángel al principio) y me dice: "¿qué quieres cenar? Hoy preparo la cena yo". Emocionado hasta lo indecible ante aquellas palabras, pero sabedor de cientos de "divertidas" anécdotas culinarias de la niña de mis ojos, me considero lo bastante listo como para creer controlada la situación y, en mi suprema estupidez, me da por decirle: "No te compliques, con un par de sandwiches de jamón y queso voy que chuto". Y así que se adentra ella en el inexplorado territorio vírgen de nuestra cocina mientras yo, convencido de mi excepcional ardid, me ponía a ver Los Simpsons como un gilipollas.
En esto estábamos cuando, unos minutillos después, aparece la luz de mi vida, el flexo de mi escritorio, el mechero de mi paquete de tabaco, portando grácilmente un platito con los sandwiches en cuestión. La pinta ya me pareció sospechosa. "¡Tate!, me dije, seguro que ha confundido el jamón de york con las toallitas para la lavadora!" Pero no, me calmé, eso no era posible, pues hacía poco había visto un documental en la tele en el que un chimpancé con no demasiadas luces, al segundo o tercer intento, era perfectamente capaz de preparar un sandwich mixto que era comestible y todo (algún pelo de mono por ahí, como mucho).
En fín, que cojo yo, emocionado por el gesto y con más hambre, como diría mi insigne progenitor, que "un hijo puta agarrao a un poste de teléfono", y le suelto un buen mordisco al primero de mis sandwiches... ¡Efectivamente! Me di cuenta de que yo no me estaba comiendo aquello, sino que aquello me estaba violando la boca sin ningún rastro de amor o de cariño. Era como si se le diera un mordisco a la Central Lechera Asturiana. A causa de los recortes a los que, como Presidente del Gobierno de nuestro hogar, me he visto obligado a recurrir, no tenemos por aquí ni peso ni balanza pero, así a ojo, creo que cada sandwich podía llevar como kilo y medio de mantequilla en cada una de sus caras, a lo que había que añadir, rodeando a la pobre e indefensa loncha de jamón york, su buen par de tranchetes (indispensables en la dieta de todo hombre independizado del siglo XXI). Además, por si alguien no había caído, la mantequilla derretida podría ser un sustituto más que eficaz del aceite hirviendo para la defensa de castillos y fortalezas medievales.
Así que, con unos retortijones descomunales y con el paladar en carne viva, sin dejar de lanzar tiernas miradas a mi muñequita linda y preciosa, que me miraba con ojitos de Heidi (grandotes y brillantes), logré comerme un sandwich y medio mientras luchaba denodadamente por mi vida.
"¿Están buenos?" Me preguntaba mi luna y mis estrellas. Yo no podía más que asentir con la cabeza, ya que estaba seguro de que si abría la boca para hablar vomitaba fijo, pero en mi mente, con absoluta claridad, se me repetía una y otra vez una idea: "Es absolutamente imposible que a mí me concedan jamás una licencia de armas". Y eso que en este caso hubiera sido, sin lugar a dudas, en legítima defensa propia.
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!