martes, 10 de abril de 2012

Le abandonó el Tranxilium

En primer lugar, os debo a todos una disculpa por haber tenido el blog más que abandonado últimamente. Ya sabéis, uno se va haciendo viejuno, tiene más responsabilidades, no le viene la inspiración, y esas cosas que se dicen cuando uno está demasiado vago como para sentarse a escribir un poquito (o, como diría mi admirado Reverte, la puntita nada más).
En segundo lugar, para los menos versados en el tema, quiero aclarar que el Tranxilium es, quizás, el medicamento más universal que se usa con pacientes psiquiátricos. Para que podáis haceros una idea es, como a mí me gusta llamarlo, un "amamonante mental".
Pues bien, aclarado esto, os cuento lo que me pasó el otro día:
Me subí yo en mi metro de vuelta a casa, contento por haber dejado atrás otra larga jornada de trabajo, y justo al sonar el pitido de cierre de puertas, salta a mi vagón un chaval de no más de veinte tiernos añitos vestido; cosa curiosa, al menos a mi parecer; con un chándal como los que los de mi generación usaba cuando éramos pequeños (esto es: azul marino con dos rayitas blancas a los lados) que cumplía con castrense determinación el popular dicho andaluz que reza: "Ancho de espaldas y estrecho de culo..." (No creo que haga falta poner el final. Aquí somos todos muy cultos en estos temas).
Nada más ponerse en marcha el metro, el buen muchacho empieza a balancearse entre las barras metálicas al más puro estilo de la Mona Chita, tal vez respondiendo con su cuerpo a un ritmo pegadizo que, lo juro por mi madre, solo sonaba en su cabeza.
Unos segundos después, haciendo gala de la buena fortuna que me caracteriza, el balanceo del chavalito le llevó irremediablemente a mi lado (como no podía ser de otro modo), y eso me permitió escuchar con claridad el diálogo interesantísimo que mantenía consigo mismo entre meneo y meneo.
En un primer momento pensé que, además de cegato perdido, me estaba quedando sordo, porque el "autodiálogo" del muchacho se estaba produciendo a un volumen absolutamente normal, nada de susurros ni esas cosas. Me da que le importaba una mierda que cualquiera pudiera escucharlo. Pero no era el volumen lo importante. Para nada. Era el contenido del mensaje lo que más me llamó la atención.
Lo pongo entre comillas porque fueron sus palabras textuales, de verdad, de verdad, aunque suene a cachondeo. Es más, si no lo hubieran sido, probablemente no se habría ganado con honores y medallitas una entrada en mi blog:
"Todos estos son robots, pero ellos no lo saben. Son robots del pasado y robots del futuro. Ellos no lo saben, pero yo sí porque soy su dios y lo sé todo".
¡Toma ya! ¡Agustísimo que se estaba quedando el muchacho!
Y digo yo, que es logiquísimo que el chaval estuviera nerviosete y tal metido en el metro rodeado de robots, porque en esa situación no sabe uno por dónde puede tirar la cosa, por mucho dios que sea uno.
Total, chavalito mío, que me da a mí que te iba haciendo falta tomarte unas pastillistas para la cabecita como si fueran pipas, si es que no lo estabas haciendo ya. Pero trátalas bien, que después te abandonan y te pasa lo que te pasa, hombre de Dios, y la gente te mira regular en el metro y esas cosas...
Pero hay otra conclusión posible a todo esto mucho más preocupante: Puede que la cosa esté tan mal que, sin saberlo, todos nos hayamos convertido en una especie de robots. Autómatas que hacemos lo que hacemos simplemente porque es lo que debemos hacer, sin plantearnos nada más. Y puede que eso nos esté hundiendo tan y tan  profundo, que incluso Dios, cuando nos echa un vistacillo, se pone nervioso porque no sabe por dónde meternos mano.
Espero y confío que sea lo de las pastillitas de colores, aunque personalmente no me creo nada...
¡Uff! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!