miércoles, 30 de noviembre de 2011

¡No me toques las bolas!

Pues sí, ya se van acercando las siempre entrañables fechas navideñas y eso... (como todos los años cuando empieza a hacer frío, vamos), y no es algo que pase desapercibido para nuestros amigos del metro. ¡Qué va! Más bien todo lo contrario. De hecho, sospecho que Papá Noel debe ser accionista mayoritario de la empresa, o está metido en la fábrica y venta de trenes o algo así, ¡no tiene más cojones!
¿Y ésto por qué? Pues porque ayer mismo iba yo en mi metro para mi trabajo (¡buá, buá! ¿Por qué siempre voy al trabajo y no a la Mansión Playboy? ¡Buá, buá!) y, cuando me bajo en la estación de Nervión, cojo yo de mi cartera el bonometro, lo paso responsablemente por la puertecita de nave espacial, paso y, mientras guardo nuevamente en mi cartera el bonometro (porque algo hay que guardar en la cartera, básicamente, y como dinero no hay...), lo que me obligaba a mirar momentáneamente para abajo.
Bien, pues justo en ese preciso momento noto que, cual masculino y contundente central del Athletic Club de Bilbao criado en Lezama, remato peligrosamente de cabeza (supongo que con la intención de despejar el peligro de mi área) alguna cosa que estaba, literalmente, colgada del techo de la estación.
Entonces me da por mirar y compruebo, entre sorprendido y flipándolo bastante, que el metro ha sido totalmente invadido (o, viendo lo visto, más bien violado sin ningún rastro de amor ni de cariño) por el bonito y melancólico ardor navideño, y ahora hay colgadas por todo el techo de la estación unas bolas enormes (pero enormes. De verdad, señores. Absolutamente descomunales) de distintos y nada discretos colores.
Pues sí, lo que tan acertadamente rematé de cabeza fue una de esas absolutamente inmesas bolitas navideñas que, para más inri, están colgadas a una altura que hace más que posible que cualquiera que sea un poquito alto (un metro ochenta y dos que mido yo) se vea casi obligado (porque, de verdad, ¡están por todas partes! Como los charlies en las pelis americanas del Vietnam) a darse el porrazo de rigor tanto, como dicen que las dan los toreros, a la entrada como a la salida.
Pero bueno, la verdad es que también tiene sus cosas buenas, porque uno sale del metro en dirección al trabajo, cabizbajo y tal, y por unos segundos puede rememorar sus años mozos de futbolista y olvidarse un poco de la vida de ahora, la fea que no tenía nada que ver con la que teníamos en la cabeza a esas edades. Además, pues oye, yo que soy bastante tradicional y todo eso, pues sí, pues queda bonito y navideño (aunque estemos todavía en Noviembre, que a este paso la próxima Madrugá sale el Gran Poder con el gorrito de Papá Noel puesto, por eso de no entretenernos mucho que se nos echa el tiempo encima). Y, aparte, te da la emoción añadida de, además de viajar en metro, jugar luego a esquivar las bolitas al salir (que es divertidísimo, de verdad, os lo prometo). ¡Ah, lo que se pierden los que son más bajitos!
Así que nada, que ya me voy a ir dejando invadir (o, si es como con el metro, a violar, que uno ya va teniendo una edad que te hace no poder ponerle demasiadas pegas a esas cosas, que después nos arrepentimos de las ocasiones desperdiciadas) por el espíritu navideño. Todo lo que me rodea me está obligando a ello.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!  

lunes, 21 de noviembre de 2011

Todavía hay clases

Pues sí. No hay más que darse una vueltecita a cualquier hora por cualquier vagón de metro para caer en la cuenta de que las clases sociales están más vivas y diferenciadas que nunca aunque, modernos que somos nosotros más que nadie, las hemos hecho evolucionar un poquito (entendiendo evolución como dejar claro que yo tengo más de lo que sea que tú, y que por eso soy, en resumidas cuentas, mejor en todo).
Ahora ya no hay especial diferenciación de estatus por economía (ya que todos estamos hechos una mierda en este tema, y más que lo vamos a estar...), ni tampoco pertenecemos a una clase social por Providencia Divina, como los monarcas absolutistas (¡Pero si hasta en el Cielo hay crisis! Si no lo creen pásense por Alange, bonito pueblecito cercano a Mérida, y podrán comprobar como la cosa está tan mala que hasta Dios ha tenido que montar un bar para sacarse unas perrillas extras - verídico -).
Ahora la cosa es distinta, pero en realidad está igual. Si uno observa con atención, las clases sociales se ven con absoluta claridad en cada viaje subterráneo. Primero se topa uno con lo que podríamos llamar como "Vieja Burguesía" o "Burguesía Clásica". Todos ahí, con sus ojos y sus narices metidas entre las páginas más o menos amarillentas de un libro (por lo general bastante gordísimo) de los de toda la vida. Este caso es complicado, porque uno no tiene forma de saber si van con el libraco por afición y gusto por la letra impresa de toda la vida o porque están más tiesos que las mojamas del Jota.
Luego están los "20minuteros" o, lo que es lo mismo, estudiantes y currelas más secos que un polvorón en la playa. Estos pobrecitos míos, para leer algo, tienen que hacerse con algún periódico gratuíto de esos que, al leerlos, te dejan un extraño sabor de boca porque, aunque te enteras de cómo está el mundo (mal, eso ya te lo puedo decir yo desde aquí, sin prensa ni nada), nunca extienden las noticias tanto como nos gustaría. Por eso sueles ver caras entre ellos, sobre todo los lunes, que dejan bien a las claras sus pérfidas intenciones de sacar de algún sitio un eurito con veinte céntimos para poderse leer una buena crónica deportiva en el As o en el Estadio Deportivo y enterarse de verdad de lo que pasó en el partido.
Existe también una tercera clase que podríamos llamar "Los aburguesados envidiosillos". ¿Qué estos que son? Pues son los que, estando relativamente tiesecillos o, teniendo cosas más importantes en las que invertir, se niegan (o, generalmente, se les niega) a no enseñar su poderío tecnológico como el que más, y te los ves por ahí sentados, con el portátil en las rodillas, dejándose los ojos para leer cualquier cosa en la pantalla que, como todos sabemos (ellos también, pero las apariencias hay que guardarlas siempre) parpadea constantemente regalándote varios boletos para unas cataratas descomunales dentro de unos añitos. Aún no lo he confirmado, pero existe la posibilidad de que algunos de ellos (al menos los que leen con los cascos enchufados y colocados en las orejas) estén en realidad disfrutando de un poquito de porno duro alemán de los ochenta.
Y, por último, nos encontramos con la "Alta Nobleza" (que no será tan alta, digo yo, cuando se mueven por ahí en metro, o lo mismo es que están muy comprometidos con el Medio Ambiente y lo aman y lo adoran y van por ahí dándole pollazos y besitos con lengua a los arbolitos y tal...). Suele ser gente más o menos joven pero con recursos (la empresa de papá, el enchufe de papá, maté a papá y me quedé con su dinero...) que, en cuanto suben al vagón, desenfundan su e-book superpequeñito y superchuli de la muerte y se ponen a leer como posesos (digo yo que lo de pasar páginas debe ser una tarea agotadora, de ahí su utilidad...). A leer con un ojo, porque con el otro miran al resto del pasaje como diciendo: "¡Mira lo que tengo!" (¡Les daba así...!)
Pero no. Hay otra clase social. La de a los que nos gusta leer, leer de verdad, tochos descomunales de miles de páginas que, en algún momento, enlentecemos para no terminar. De los que nos metemos en las historias y casi que podemos llegar a vivirlas, la de los que preferimos de verdad las páginas amarillentas del libro de toda la vida (porque somos malos y no nos importan los árboles). Pero, tan casados que estamos ya cuando nos subimos al metro, que no nos quedan ganas ni fuerzas de, para cinco minutillos escasos de viaje, cargar con el libro que nos espera, siempre fiel y anhelante, en la mesita de noche de casa para echar un buen rato, porque un libro puede darte muchos buenos ratos en la cama, más aún que con una tele en el cuarto, ¡y no digamos ya con una mujer (u hombre, que de todo hay en la viña del Señor)!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Dedicado a mi compi Julia mietras alzo mi voz al feroz grito de: "¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe!"
 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Ya llegan las elecciones!

Iba yo hoy en mi metro pensando un poquito en las próximas elecciones del día veinte de noviembre. Supongo que lo hacía porque hace poco he tenido la ocasión de ojear los programas electorales de los dos partidos principales. Creo que es algo así como el que, teniendo un buen Cardhu o un Matuzalem en el mueble bar de casa, prefiere meterse entre pecho y espalda un buen tragito de lejía o similar.
La primera impresión que me dieron es que los dos estaban redactados por el mismo equipo: Pajares y Esteso. Por lo demás, escarbando un poco en la palabrería superficial, ofrecen unas soluciones muy válidas para la descomunal crisis que se nos está comiendo con patatas y todo. Por un lado, tenemos el del partido de la rosa (que creo yo que tendrían que cambiar por un cardo borriquero, para que las gentes los identificasen mejor), que viene a decir algo así como que se va a parchear mal y rápido todo lo que se pueda y que mariquita el último, y que los banqueros y los políticos primero (que mujeres y niños hay muchos por ahí). El otro, el de los de la gaviota (que les quedaría mejor, creo yo, un buitre carroñero o, por el nombre del gracioso animalillo, una polla de agua), defiende que se nos de bastante más por el culo a los que tenemos menos voz (para que así, al gritar, se nos oiga menos y no molestemos), con el loable y harto improbable objetivo de que las cifras cuadren un poquito de cara a presentarlas a Europa, y así las potencias del Viejo Continente nos metan "la puntita nada más", en vez de convertirnos en su zorrita thailandesa durante una sesión de sado-maso.
Pero lo malo, lo malo malo de verdad, lo malo como el malo de las películas, es que los del cardo y los del buitre son las únicas opciones reales que tenemos. Porque claro, este país nuestro es poco previsor y deja siempre las cosas para el último momento (¡Ajá! ¡Así que la culpa no es mía, sino del país!), y así nos va. Nos tendríamos que haber juntado unos cuantos y haber hecho nuestro propio partido. Uno de verdad, con intención de cambiar las cosas.
Y así, entre parada y parada, me pongo a darle vueltas al partido que yo fundaría y al programa que habría que presentar. Lo primero: el nombre. Tiene que ser un nombre pegadizo y que conecte con la gente. Fácil: Partido democrático HASTA LOS HUEVOS.
Luego, las promesas. Fácil también porque, como no me van a votar en mi vida, puedo prometer lo que me salga de los cojones.
1. La bandera. Enseñar y presumir de bandera siempre se ha considerado facha y retrógrado. Pues muy bien. Yo solito he encontrado la solución: quitamos el escudito que tiene en el centro y le ponemos la Copa Mundial de la FIFA, ya que solamente cuando España ganó el Mundial a todo el mundo le importó un carajo que se enseñara la bandera por todas partes (y la gente le daba besitos y todo).
2. El himno. Aunque nos ahorramos el ridículo de ver a nuestros deportistas desafinando de lo lindo, tenemos que renococer que incitar, incita poco al patriotismo. Creo que el motivo es que está mayor y tal (a lo mejor si lo versionara Bisbal...). Mi propuesta es que lo cambiemos por el tema de Tito & Tarántula "After Dark". ¡Sí, sí! El que sale cuando baila con la serpiente Salma Hayek en "Abierto hasta el Amanecer". Estoy convencido de que le gustaría más a cualquier hombre (Porque todos los hombres hemos visto esa película o, al menos, esa escena por Internet. Si alguno lo niega, o miente o - preocúpese si este es el caso de su pareja, señora o señorita - no es un hombre. Personalmente, no entiendo como no le dieron un Oscar de algo por ese trocito milagroso de película).
3. Uniforme. Las mujeres, desnudas (en invierno se les facilitará un abrigo transparente, que tampoco es cuestión que se vayan resfriando por ahí). Vale, vale, los hombres también, aunque tras ser evaluados por un tribunal femenino, porque no todos estamos para enseñar y, reconozcámoslo, la mayoría perdemos sin ropa. Pero las mujeres todas, que nosotros no somos (¡Gracias al cielo!) tan exigentes como ellas.
4. Trabajo. En vez de once meses de trabajo y uno de vacaciones, propongo hacerlo justamente al revés: once meses de vacaciones pagadas y uno trabajando (que entre asuntos propios y bajas se queda en una semanita mal contá). (Tengo compañeros a los que aún así, al final, la empresa les debería horas...)
5. Economía. Esta parte parece la más difícil, pero en realidad es más simple que sumar dos más dos. A todos los jefazos, vices, directores, presidentes, consejeros y demás se les quita un 40% de su salario mensual y se reparte entre los currantes de verdad que somos los que sostenemos (lo poco que nos dejan) la economía de este país. ¡O mejor! Se podrían usar esos eurrillos para generar empleo, que al paso que vamos alguno se va a jubilar antes de empezar a trabajar.
¡Pues ya está! Yo, con estos cinco puntitos, estaría más contento que una lechuga (independientemente de que el tribunal femenino considerase si me tengo que despelotar o no). Pero, lógicamente, es todo una quimera imposible. A los que de verdad quieren hacer algo, les cortan la cabeza para que dejen de pensar y, a los de siempre, se la sudamos tan descomunalmente que pasan de exprimirse las neuronas para intentar encontrar soluciones con un mínimo de lógica.
En fín, que ya están aquí otra vez las elecciones. Y yo, en mi metro, me debato encarnecidamente entre dar mi voto a Espinete o a Spiderman. Porque lo que es dárselo a los del cardo o a los del buitre, se los va a dar su puñetera madre.
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

sábado, 12 de noviembre de 2011

Perra memoria

Iba yo tranquilamente en mi metro el otro día y, por casualidad, sin ningún motivo aparente, me acordé de alguien que ya no está. Supongo que pasaría alguien con su mismo perfume, o alguna persona entraría en el vagón con una bolsa del pan, o alguien llevaría alguna bata de flores diseñada especialmente para miradas inquietas, como diría mi admirado narrador Héctor del Mar. (¡Sí, sí! ¡El de la lucha libre! ¡Soy un inmaduro infantiloide y todo eso! ¡Pero me da igual lo que diga todo el mundo! ¡Es un deporte de verdad!)
En fín, que se me pasó su imagen por la cabeza y, tras unos segundos de evasión, caí en la cuenta de lo perra que es esta memoria nuestra. Y es muy perra porque, con el tiempo, te manipula los recuerdos y te los presenta enmarcados por uno de esos horteras bordes de página del Word de corazoncitos, manzanitas, caramelitos y esas cosas.
De verdad, jamás conocí a nadie más cabezota, caprichosa, egoísta y pesada. Tenía a gala, además, toda una serie de estravagantes manías repetitivas hasta la saciedad de las cuales, para más inri, jamás se encargo en persona. No. Su estilo era más de dar una constante y chirriante brasa descomunal al primero que cogiera por banda (generalmente a mi hermano Luis, silente -o no tan silente- sufridor del "Un, Dos, Tres", mártir penitente y paciente hasta dejar al Santo Job en las bragas más descomunales del universo).
Todos, o al menos muchos, recordamos habitualmente su recopilación de grandes éxitos (muchísimos más escuchados que los de Raphael, Bisbal o Julito Iglesias): "A ese animal hay que sacarlo", "Súbete tres chatas y ya que vas pastelitos sin azúcar para mí", "Yo lo haría pero es que no puedo" y, el preferido de todos "El brazo, el brazo".
Lo cierto es que la recuerdo malísima y agonizante desde que nací, pero a ver quién era el guapo que la dejaba en tierra cuando tocaba ir por ahí a comer. Ese era otro de sus grandes éxitos: "yo el más chico, quemado y asqueroso de todos". Siempre acompañado por el coro "¡Eso es mucho para mí!", lo que no la privaba de probar (salvajemente) los platos del resto de comensales. ¡Ah! Para terminar, llegaba el número supremo. Independientemente de que estuviéramos en Tasca Manolito, especialidad en serrín por los suelos para que no se huelan los vómitos de los borrachos, o en el Restaurant Puturrú de Fuá, ahí que sacaba ella su bolsa de Cheetos vacía y se ponía a recopilar toda la carne que había sobrado al feroz grito de "para mi perro, para mi perro" (lo que daba lugar a tristísimas escenas nocturnas de mí mismo comiéndome un sandwich de atún mientras el perro me miraba divertido a la vez que se zampaba un solimillo espectacular).
Total, que diecinueve años compartí casa y vida con ella, rebozándome en sus manías y constantes quejas egoístas.
Y ahora, perra memoria esta que tenemos, me acuerdo sobre todo de cierta bandeja con el escudo del Betis, de charlas de sus tiempos de postguerra en la calle Hiniesta, de paseos por el parque con ella y con mi abuelo, de los madrugones para ir a ver a Los Armaos y a Los Gitanos en la mañana del Viernes Santo, el degustar los desayunos en el Becerra, junto al gran Paco Gandía, de su balcón lleno de juguetes en la mañana de Reyes...
En fín. Va a ser que, a pesar de todo (y no me olvido jamás de ninguno de sus grandes éxitos), la echo un poquito de menos. ¡Qué memoria más perra esta nuestra!
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!

Nota: Dedicado a mi perra memoria y a la intérprete de tantos y tantos éxitos inolvidables.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La pregunta del millón

Opino que cualquier usuario habitual del metro se cuestionará exactamente lo mismo cada vez que se sube a uno de los trenes. Es como uno de esos grandes interrogantes de la vida que, aunque todos tenemos en la cabeza, no solemos verbalizar ni comentar con los amigos y allegados tomando unas cañas en algún bar.
También podríamos decir que son como las meigas gallegas, que no se saben si existen, pero que haberlas hailas.
Pues a todo esto se parece lo que he convenido en llamar "la pregunta del millón". Pero para poder explicarme necesito antes ponernos un poco en contexto y situación:
Allá cuando yo era joven y tal me llegó el tiempo del segundo hito en importancia de la vida de cualquier hombre (y con hombre me refiero al género masculino exclusivamente, nada de a la totalidad de la humanidad, no vaya a llegar alguna ministra y me cruja por lenguaje sexista y esas cosas..): El coche (el primero, para los más afortunados del lugar, es la desvirgación, preferiblemente sin pagar...)
Y allí que sale uno del concesionario al volante de lo que se haya podido pagar más o menos, con toda la cara de James Bond al volante de su Aston Martin y pensando "¡La ciudad es mía!"
¡Pero no podríamos estar más equivocados! Porque es entonces cuando llega un malo malísimos de esos de las pelis de 007, con parche en el ojo, o dientes de plata, o alguna tara física que solo le capacita para malo de peli o para vender cupones. Además, tiene algún nombre rimbombante tipo "Goldfinger" o "Doctor No". En nuestro caso, el malo malísimo se llama "El Alcalde" y su tara no es exactamente física, sino más bien psicológica (que es tonto del culo, vamos...). Y ahí va el tío, con dos cojones, y por si aún no nos habíamos planteado cargarnos nuestro coche a la espalda y subirlo a casa, visto el asqueroso número de plazas de aparcamiento que hay por la ciudad, se pone a eliminar estas plazas para construír un sanínimo y verdísimo carril bici por todas las principales calles y avenidas de la ciudad (preferentemente por las que antes se podía aparcar con un poco de suerte, previo pago del eurito de rigor al gorrilla de las narices - otro tema del que tendremos que hablar en algún otro momento -).
¡Pero no pasa nada! Pensarán los incautos, también se ha abierto una línea de metro. Así, las malas personas que se niegan a hacer deporte y se esfuerzan en contaminar el aire con sus coches y sufren embolias e infartos cada vez quer intentan aparcar (obsérvense sus miradas asesinas cuando, tras lograr tan loable maniobra, se acerca corriendo el gorrilla al grito de "¡jefe.. jefe...!), pueden hacer uso del transporte público, que es más limpio, más rápido, más cómodo y, sobre todo, ¡lo tiene que aparcar otro!
Pues sí, así estarían establecidas las cosas si este mundillo nuestro en el que mal vivimos tuviera un mínimo de lógica y de sentido común. Pero no. Las cosas no se hacen así.
Esta reflexión es la que me hace plantearme (a mí y seguro que a un buen montón de personas más) la pregunta del millón:
Queridísimos deportistas y amantes de la vida sana: Si ya habéis sido responsables de miles de embolias e infartos en pobres conductores que solo querían llegar tranquilamente a sus casas, si habéis tomado orgullosamente cientos de plazas de aparcamiento para tener un carril (verdísimo, siento insistir, ¡pero es que es muy verde!) por el que "deportear" a vuestras anchas... Entonces, ¿Me podríais decir por qué coño invadís constantemente el metro (único reducto que nos queda a los normales que nos queremos morir y contaminamos y tal...) con vuestras bicicletas, pedazos de hijos de puta?
¡Uf! ¡Llego a mi parada! Tengo que bajarme. ¡Hasta el próximo viaje!